miércoles, 14 de enero de 2009

¿Por qué el cadver exquisito?













El surrealismo



El surrealismo fue el movimiento literario y artístico más importante de entreguerras, pero sus intenciones no se limitaron al arte. Su finalidad era transformar la vida a través de la liberación de la mente del hombre de todas las restricciones tradicionales que la esclavizan. La religión, la moralidad, la familia y la patria se convierten así en instituciones a revisar. El movimiento surrealista se inició de manera oficial en París en 1924 con la publicación del Primer Manifiesto, escrito por André Breton. Sin embargo, durante los tres años anteriores se puede considerar que estaba gestándose, pues el foco dadaísta parisino lo configuraron los mismos miembros que, más tarde, se adscribirían a los surrealistas.
El surrealismo adoptó formas muy diversas; en un primer momento fue la causa un proyecto esencialmente literario, sin embargo en la segunda mitad de los años veinte se fue adaptando rápidamente a las artes visuales (la pintura, la escultura, la fotografía, el cine).
Según la definición otorgada por André Breton el surrealismo es un “automatismo psíquico puro por el cual se propone expresar, sea verbalmente, sea por escrito, sea de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento”. Se trata pues de un verdadero “dictado del pensamiento”, compuesto “en ausencia de todo control efectuado por la razón, fuera de cualquier preocupación estética y moral”.
La inspiración básica de Breton procedía de las teorías de Sigmund Freud. El descubrimiento freudiano de los procesos insconcientes que comandan la vida anímica inicia a fines del siglo XIX un nuevo paradigma que rompe con la cosmovisión en boga en esta época del hombre como dueño de la razón. Para Freud existen en nuestra experiencia cotidiana ciertos actos aparentemente inintencionados cuyo origen resulta desconocido para la conciencia. De esto se desprende que los contenidos de conciencia o las conductas observadas resultan insuficientes a la hora de aclarar el comportamiento humano en toda su extensión. No es por azar que la idea de un sujeto que no es amo, al menos totalmente, de sus accciones y pensamientos fue resistida por muchos sectores en una época en la cual el valor de la razón era preponderante. Tanto las ideas freudianas sobre lo inconsciente como depositario del conocimiento más profundo del ser humano, como la posibilidad de acceder a él a través de técnicas como la asociación libre o la interpretación de los sueños, constituirán la base teórica del movimiento surrealista.
Las obras más importantes de Freud como "La interpretación de los sueños" y "Psicopatología de la vida cotidiana" comienzan a publicarse en Francia recién a partir de los años 20, sin embargo Breton ya había tenido ocasión de experimentar ambas técnicas derivadas de las investigaciones freudianas cuando trabajaba de auxiliar en un hospital, durante la Primera Guerra Mundial. Breton visitó a Sigmund Freud en 1921 quien, al parecer no se mostró impresionado por la obra de los artistas surrealistas, con excepción de la pintura de Salvador Dalí, que lo visitó en Londres durante la Segunda Guerra Mundial.
Desde cualquier punto de vista, el surrealismo siempre intentó ser una revolución, que apelando al poder de lo inconsciente, se valió de la irracionalidad, de la vida onírica e incluso de la locura para entrever qué pueden deparar los territorios inexplorados del espíritu humano. De hecho, la palabra “surrealista”, tomada de la obra de Guillaume Apollinaire “Las tetas de Tiresias” – subtitulada como un drama surrealista en 1917-, significa por encima del realismo.


El surrealismo en la literatura
Los primeros escritores que se adhieren al movimiento fueron Paul Éluard, Louis Aragon, Antonin Artaud, Benjamin Péret, Robert Desnos, Georges Limbour, Raymond Queneau, Michel Leiris, Joseph Delteil, Pierre Naville, René Crevel, Roger Vitrac y Philippe Soupault.
Los Campos magnéticos, texto redactado conjuntamente en 1919 por André Breton y Philippe Soupault, y publicado en la revista Littérature en 1920, fue considerado, retrospectivamente, como el primer escrito surrealista. Los autores ya experimentaron allí la técnica del automatismo, al dejar libre curso a su imaginario evitando toda planificación o control del escritor sobre el sentido de su escritura como así también rechazar todo retoque posterior de la obra; transformando de esta manera la continuidad lógica de la prosa clásica del siglo diecinueve, en un vagar que, como el vagabundeo urbano o el viaje sin objeto ni dirección fija (dos prácticas expuestas por Breton en el primer Manifiesto), es una forma de liberación y de conocimiento fuera del logos.
Verdadera exploración de la lengua, el surrealismo predicaba una poesía revolucionaria apartada de toda norma y todo control de la razón. El acto poético se vivía como una posición social, política y filosófica, y constituía una de las tres ramas de trinidad surrealista “libertad, amor, poesía”. La poesía expresaba una nueva moral del amor, que encontraba su equilibrio entre la potencia del deseo y el amor electivo en El libertinaje de Louis Aragon (1924), en la Libertad o el amor de Robert Desnos (1927) o en El amor loco de André Breton (1937); era reflejo también de la libertad en la aceptación y utilización del azar, así como en la fascinación por la locura (Nadja, André Breton, 1928).


El surrealismo en las artes plásticas
El surrealismo en las artes plásticas prolongó una tradición ilustrada donde el sueño, la fantasía, el simbolismo, la alegoría y el mito asumen un papel primordial; estos elementos estaban ya presentes en las obras de Bosch y Arcimboldo, en las anamorfosis y en los grotescos, en los prerrafaelistas ingleses, en las ilustraciones de William Blake y en los cuadros de Gustave Moreau, Odilon Redon o de Gustav Klimt. El onirismo, el choque visual producido por la yuxtaposición de imágenes u objetos incongruentes, pero siempre arreglados en una producción significante, son uno de los fundamentos poéticos del movimiento surrealista.
El surrealismo intentó, y a su manera consiguió, realizar un quiebre cultural con toda una serie de obras, actitudes y manifiestos en los que su furibundo desprecio hacia la sociedad y la cultura burguesas se expresaba de manera lapidaria.
“La obra plástica - escribió Bretón - para responder a la necesidad de revisión absoluta de los valores reales sobre la cual hoy todos los espíritus se ponen de acuerdo, se referirá pues a un modelo puramente interior o no será.»
Entre los artistas contemporáneos admirados por los surrealistas figuraban Giorgio de Chirico, Marcel Duchamp, Francis Picabia y Pablo Picasso, aunque ninguno de ellos era oficialmente miembro del grupo surrealista.

La pintura surrealista
La pintura surrealista se manifiesta de dos modos distintos, uno es el automatismo y otro, el onirismo. En el primer caso los artistas optan por un lenguaje basado en el automatismo, de manera que los elementos del cuadro surgen del inconsciente del artista, así como de la intervención del azar. Dentro de este grupo se encuentran André Masson, que ya en 1924 realizó numerosos dibujos automáticos, en los que la pluma se deslizaba libremente sobre la superficie del papel o de la cartulina, sin hallarse supeditada a ningún tipo de norma. Algo después Masson efectuó sus famosas pinturas de arena. El artista colocaba las telas en el suelo, dejando caer sobre ellas un reguero de cola. Más tarde, echaba arena y, al disponer la tela verticalmente, ésta se adhería sólo donde estaba la cola, adoptando caprichosas configuraciones. La pintura quedaba concluida cuando el artista realizaba una serie de trazos libres con pintura. Surgían de este modo pinturas que denotaban un grado máximo de libertad y pretendían ser la exposición directa del inconsciente.
Joan Miró, por su parte, fue otro de los grandes representantes de esta modalidad. Sin embargo, sus composiciones no resultan tan automáticas como las de Masson. El lenguaje mironiano está configurado por un corpus sígnico muy peculiar que otorga a cada una de sus realizaciones un carácter plenamente individual en relación a las obras efectuadas por otros surrealistas. El esquematismo y la vitalidad inherente a los elementos plasmados por el artista catalán, junto con el gusto por los colores puros, constituyen la característica esencial de su obra. por otra parte, Miró al igual que otros surrealistas, realizó también numerosos objetos de funcionamiento simbólico. En ellos se percibe claramente la influencia freudiana, así como un sutil carácter lúdico.



A partir de 1924, Max Ernst, Jean Arp y Man Ray se adhirieron al movimiento. En cuanto a Max Ernst, de quien el propio Breton afirmaría que su obra dadaísta no se diferenciaba de la surrealista, actúa en la brecha que une las dos vías de actuación surrealista. En ella se descubren elementos de carácter automático, junto a otros relacionados con la representación del sueño. Fue un artista que se distinguió fundamentalmente por su gran capacidad inventiva a la hora de adoptar técnicas novedosas.


Jean Arp, que también había realizado obras dadaístas con materiales de desecho, se destacó por realizar esculto-pinturas en las que determinadas configuraciones biomórficas se convertían en protagonistas. Arp, considerado por sus obras minimalistas y abstractas, como un referente ineludible del surrealismo, fue además un excelente poeta y, junto a su mujer, Sophie Tauber se abocó a la investigación de formas simples en la plática; en sus poesías exploró la idea de las “correspondencias”.
La vía onírica del surrealismo está representada por artistas como René Magritte y Salvador Dalí, entre los más significativos. Magritte se distingue por asociar elementos dispares en sus obras, adoptando una metodología similar a la de la terapia del psicoanálisis. Salvador Dalí, quien se incorporó al movimiento en 1930, prefirió en cambio representar algunas de sus escenas oníricas mediante el sistema de la doble figuración. En otras pinturas desarrolla determinados temas, vinculados a sus particulares obsesiones a través de asociaciones delirantes, como las que pueden darse en la paranoia.
La principal aportación de Dalí al surrealismo fue la elaboración del método paranoico-crítico, destinado a la interpretación de la obra de arte. Es célebre su escrito El mito trágico del Ángelus de Millet en el que, a través de asociaciones delirantes, interpreta la obra del artista francés del año pasado. La aportación de Dalí al surrealismo no se circunscribió meramente a la pintura y a la teoría, sino que abarcó otros ámbitos. Así, son muy conocidos sus objetos de funcionamiento simbólico y sus aportaciones al cine, junto a Luis Buñuel. El 6 de junio de 1929, en el estudio de Ursuline, se presenta "Un perro andaluz", ante la flor y nata de la sociedad parisina que supo percibir de inmediato su importancia. Es la primera vez en la historia del cine que las imágenes llevan sus deseos hasta el mismo límite. En sólo diecisiete minutos "Un perro andaluz" muestra que todo es posible: que un ojo sea cortado por una navaja, que que hormigas salgan de la palma de una mano, hasta incluso ver un par de burros en estado de putrefacción arriba de un piano de cola.


Un chien andalou


El auge del surrealismo fue tan grande que llegó a afectar a artistas tan significativos como Pablo Picasso, quien mantuvo una estrecha relación con el grupo parisino y llegó a realizar pinturas y collages de estética surreal. La rápida difusión de las ideas surrealistas, a través de las publicaciones, comportó que en otros lugares de Europa muchos artistas siguieran la corriente iniciada en París. Uno de los pintores que en ocasiones realizó obras, a finales de los años veinte, en las que se advierte una cierta influencia del onirismo surreal es Paul Klee.
En el ámbito escultórico destacó, aparte del propio Max Ernst, Alberto Giacometti, artista suizo que en 1922 se había instalado en parís. Entre sus obras de los años veinte se encuentran una serie de esculturas de carácter monolítico, muy esquemáticas, que denotan la clara influencia de las tallas negroafricanas. Hay que pensar que tanto el círculo de Breton como éste sentían auténtica veneración por el arte primitivo. A los surrealistas no sólo les interesaban los aspectos formales de ese tipo de manifestaciones, sino el carácter mágico inherente a las mismas.
Entre los últimos miembros del movimiento surrealista figuran además el americano Yves Tanguy, Hans Bellmer, Raoul Ubac, Oscar Dominguez y Victor Brauner.
El surrealismo se expandió por todo el mundo latinoamericano, tuvo importantes seguidores en México, también en Japón,donde incluso se llegaron a traducir los manifiestos. Tuvo además gran repercusión en el arte de los años cuarenta y cincuenta, no sólo en Europa, donde surgió el informalismo, sino también en estados Unidos, donde muchos de los representantes del expresionismo abstracto habían iniciado sus trayectorias bajo la influencia derl surrealismo.


Las técnicas surrealistas
El cadáver exquisito
Si bien tomó elementos del cubismo y el dadaísmo, el movimiento surrealista buscó la innovación recurriendo a nuevos materiales y, muy especialmente, a técnicas nunca antes empleadas. La técnica más conocida y practicada dentro del grupo fue la del cadáver exquisitoque, de manera análoga al automatismo, intentaba reducir al mínimo la intervención posible de la voluntad conciente del autor. El cadáver exquisito (cadavre exquis, en francés) fue una técnica usada por los surrealistas en 1925 y consistía en una creación colectiva que se va continuando sin que los autores conozcan la obra del autor anterior. Los surrealistas escribían o dibujaban en un papel, lo doblaban - de manera que quedase oculto lo escrito - para que el siguiente autor continuara la obra. Al desplegar la hoja se obtenía un montaje de imágenes inconexas que formaban una nueva imagen.

La idea procedia del poeta Isidore Ducasse, autodenominado Conde de Lautréamont quien en sus "Cantos de Maldoror" (siglo XIX) había definido la belleza como el encuentro fortuito en una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas. Venerados por los surrealistas, sus Cantos de Maldoror convierten a Ducasse en una figura de culto de la vanguardia parisina que considera su obra como una fuerza liberadora de la imaginación. Con su escepticismo radical, Lautréamont se rebela contra el Dios del Antiguo Testamento y se destaca por su extraordinaria inventiva y por la originalidad de su estilo, así como por su horror ante la falta de humanidad del hombre para sus semejantes.
André Masson reanudó el automatismo de la escritura e intentó reflejarlo en sus dibujos, luego en sus telas a la arena y al pegamento (Batalla de los peces, 1926, Museo Nacional de Arte moderno, París). Estas experiencias fueron practicadas también por Max Ernst en sus encolados y en sus frottages (reunidas en la recopilación Historias naturales, publicado en 1926), y también por Miró en sus telas de los años veinte (La siesta, 1925, Museo Nacional de Arte Moderno).


Cadavre Exquis, Man Ray (Emmanuel Radnitzky, 1890-1976), Joan Miró. (1893-1983), Max Morise e Yves Tanguy. (1900-1955). Nude. (1926-27).


El compromiso político
En diciembre de 1924 el movimiento surrealista encuentra en La revolución surrealista, fundada por Pierre Naville y por Benjamin Péret, su poderoso medio de expresión. En 1930, la revista pasa a llamarse El surrealismo al servicio de la revolución, traduciendo la orientación política del movimiento (que se había adherido al partido comunista en 1927).
El compromiso político del movimiento como la personalidad de André Breton fueron la causa una serie de de revueltas y desmembramientos (los de Artaud, Vitrac y Soupault, en particular,) al final de los años veinte: el Segundo Manifiesto surrealista, publicado en 1929, señaló por su parte la adhesión de nuevos miembros (René Char, Francis Ponge, Joë Bousquet, Brille Buñuel, Georges Sadoul, etc.) y la reconciliación de Tristan Tzara con André Breton.
Después de haber suscrito en 1925 a Bretón, el grupo de la calle Blomet (André Masson, Joan Miró, Michel Leiris, Antonin Artaud) se unió a Georges Bataille y a la revista Documents, acusando a Bretón por su “materialismo vulgar”. Al mismo tiempo, el grupo de la calle du Château (Jacques Prévert, Marcel Duhamel, Yves Tanguy) se fue alejando progresivamente. En 1929, Roger Gilbert-Lecomte, René Daumal, Roger Vailland y el pintor de origen checo José Sima crearon, en oposición a Bretón, la revista le Grand Jeu (El Gran Juego) que publicó las obras de Saint-Pol Roux, de Georges Ribemont-Dessaignes y del dibujante Maurice Henry.
En 1933, los surrealistas participaron en la revista Minotaure, fundada por el editor Albert Skira y en la que Bretón se convirtió en jefe de redacción en 1937.
En 1936 Bretón expulsa a Dalí por sus tendencias fascistas y a Paul Eluard, y en 1938 firma en México junto con León Trotski y Diego Rivera el Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente.



Max Ernst. Pietà
Joan Miró. Main à la poursuite d'un oiseau
René Magritte. Veszélyes ismerõsök


Textos relacionados
Primer Manifiesto Surrealista. André Bretón
Segundo Manifiesto Surrealista (Fragmento). André Bretón
La Belleza será convulsiva o no será. André Breton
La atracción del vacío: la re-flexión de Georges Bataille - Christopher Gibrán Larrauri Olguín
Construção do imaginário surrealista através do jogo do cadavre exquis - Fabiane Pianowski
"Acéphale"; Georges Bataille y Pierre Klossowski, ferozmente religiosos - Adolfo Vásquez Rocca
“La Muñeca” ('La Poupée'); simulacro y anatomía del deseo en Hans Bellmer - Rosa Aksenchuk
De la persistencia de la mirada al método paranoico-crítico; Dalí, Freud, Lacan - Carlos Gustavo Motta
La ficción como conocimiento, subjetividad y texto; de Duchamp a Feyerabend - Adolfo Vásquez Rocca

PSIKEBA Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales © 2006 / 2008 - Directora: Lic. Rosa Aksenchuk













Si dijera eso que callo
rozaría tus labios
si hiciera lo que evito
diría que te amo

viernes, 26 de diciembre de 2008

¡Felices Fiestas!





El blog "El Cadaver exquisito" y sus componentes, Diógenes y Brida, os desean unas Felices Fietas

domingo, 14 de diciembre de 2008

CADÁVER EXQUISITO

Ambos tenían el reloj parado a la misma hora. No era una coincidencia. Ni un capricho del destino. Ni si quiera una coincidencia real en las manecillas de sus relojes. Lo habían acordado, como un grupo de soldados de asalto cuyo jefe dice solemnemente: "sincronicemos nuestros relojes". Sólo que en este caso... ambos decidieron parar el tiempo para poder pasear por los meandros y así poder intercambiar sus propias ideas sin la necesidad de contaminarlas de realidad y experimentar más allá de las fuerzas de la naturaleza, donde ni el pasado, ni el presente, ni el futuro podrían intervenir en su imaginación, de esta manera el tiempo se paraba y vislumbraban la divinidad del otro haciendo partícipe de ello a la palabra "Namasté".

Y entonces todo surgió de repente, sin más, como si siempre hubiese estado presente, como si nada hasta entonces hubiera ocurrido, como si nada a partir de entonces hubiera de ocurrir, como una hoja en blanco que necesita de la tinta para vivir, de las historias para recrearse y sentir la mancha de una vida, de un sentimiento, de una necesidad, que iba creándose línea a línea, párrafo a párrafo, pero no minuto a minuto, ni día a día, porque sus relojes estaban parados: el tiempo no existía.

Les gustaba inventar una suerte de ritos mágicos con ayuda de los cuales se abrían paso en un territorio paralelo al de la vida cotidiana. Esta vez, mezclaron estos tres ingredientes en su particular crisol: meandros, namasté, y un reloj parado. En ellos, se hacía realidad la famosa pintada que rezaba: "la imaginación al poder". Hasta tal punto que, en el fondo de sus corazones, creían que alguna vez, tarde o temprano, conseguirían la receta exacta que les haría trascender, como a los alquimistas que convertían el plomo en oro. Por de pronto, ya habían convertido la sangre en tinta, las curvas en meandros, los saludos en reverencias sagradas, y un par de relojes en el símbolo...

El símbolo de dos anillas que se entrelazan, de dos conjuntos que se cortan, de unas esposas que se atan a sí mismas, de unas gafas que revientan sus cristales y detrás dos ojos buscándose el uno al otro como dos razas que son bizcas y se aman. Eran las doce o las tres, y al aire le habían salido fístulas o agujeros de gusano, que se veían como brillantina que traía un buen augurio...

Sin darse cuenta de la trascendencia de sus almas, consiguieron evadirse de sus cuerpos y aventurarse en el nuevo paradigma que juntos había creado. Pensamientos, letras, palabras, dedos tecleando, bolígrafos desangrándose en la pureza del papel, iban dando origen a una nueva realidad cargada de fantasía en el mundo que dejaban atrás.

Se aventuraban a experimentar una nueva forma de vida repleta de palabras que formaban frases, frases que formaban párrafos y párrafos que creaban historias. Todo en el lugar más humilde de su alma. Donde todo aquel ritual mágico que había conseguido crear iba transformándose en el libro más hermoso que jamás nadie leyó.

Sumidos en pensamientos sin el sonido de las voces que perturban la ideas consiguieron comenzar con la experiencia más hermosa que cualquier escritor estaba dispuesto a crear bajo la independencia del tiempo parado en la imagen sonriente de dos manecillas del reloj.Pero las alimañas acechaban. Al menor descuido, las veían prestas a saltarles encima para clavarles los dientes y las uñas y contagiarles todas las enfermedades del mundo. ¿Quién podía protegerles? Nadie. Daban saltitos invocando a un dios, pero estaban desamparados. Y muy cansados. Rendidos: no les hubiera importado ser víctimas de una mordedura mortal, y entregarse dulcemente al veneno, fuera lo que fuera lo que hubiere después, incluso si se trataba de lo mismo que había ahora. Tan cansados estaban, casi ya envenenados. Pero, Brida, ¿por qué tenemos miedo y asco de las alimañas? ¿No somos nosotros sacos peludos y malolientes de vísceras y mierda? ¿Por qué no nos damos miedo ni asco y sí que nos lo dan las perezas y las dudas, si son más pequeñitas? Es una contradicción, algo está mal: o deberíamos darnos miedo y asco o deberíamos amar a las perezas y las dudas. Pobres bichos. O bien, lo más sensato, considerarnos a nosotros y a ellas desde la neutralidad, el puro equilibrio. Aunque quizá el miedo y el asco no se deban a las alimañas en sí, sino al hecho de verlas en un sitio inesperado, inusitado. Si las viéramos en el bosque nos parecerían preciosas, moviendo sus ojitos y sus centelleantes bigotes al sol, y dando esos pasos cortos y rapidísimos, que tanto nos aterrorizan sobre la encimera.

MEANDROS

Mario salía de casa a la hora de la siesta, cuando todo el barrio, excepto Ratavieja, se escondía del calor y hacía la digestión. Ratavieja era un vecino que paseaba calle arriba y calle abajo, las manos atrás, lo que durara el cigarro en su boca. Antes o después, pasaba un coche verde.

Mario vagaba de un lado a otro, buscaba cuerdas, palos y cartones, miraba a través de las vallas y por rendijas, se asomaba a las alcantarillas, trepaba a los enrejados y saltaba, seguía a Ratavieja, se sentaba en las aceras y en los umbrales y con algún canto o hierro grababa mensajes en las paredes y los suelos. Nada se oía detrás de las puertas, a no ser el arrullo de una televisión en voz baja. Durante unas horas, el mundo estaba quieto y se dejaba coger desprevenido, unas horas en suspenso en las que cualquier cosa era posible, incluso obtener algo —un secreto, un tesoro— de aquellos tontos pasatiempos.

El coche verde desaparecía enseguida, pero el ruido de su motor, acuático como unas gárgaras, tardaba en apagarse del todo: quedaba un silbido o hilo que Mario podía seguir hasta donde quisiera, aunque también podía, sin moverse, intuir y trazar esa trayectoria, que, a pesar de sus muchos meandros (o debido a ellos), cabía en la superficie de un adoquín. Es más, prefería quedarse donde estaba porque cada vez que se alejaba demasiado tenía problemas con Ratavieja, que le amenazaba con contárselo a su madre.

También Mario tenía un par de cosas que decirle a la madre de Ratavieja, pero había muerto el siglo pasado. Una vez, por ejemplo, lo había visto cruzar la calle sin mirar justo cuando pasaba el coche verde, que, en lugar de frenar o dar un volantazo, lo atravesó como si fuera un fantasma.

*

Por fin cesaba el ruido del motor y del coche bajaba un joven bien vestido. Mientras andaba hacia su casa se iba quitando la corbata, volcando en ese gesto —sin dejar de ser consciente, por otra parte, de que al hacerlo estaba imitando a alguien, no sabía a quién— todo el alivio que sentía por haber terminado su jornada. Una vez dentro, se descalzaba, se dirigía a la cocina, abría la nevera y cogía un refresco, que se tomaba, repantigado y aparentemente satisfecho, en el sillón del comedor. Pero no estaba contento.

Cerraba los ojos y reflexionaba. Aunque le había costado mucho esfuerzo ganar ese puesto de trabajo, que ahora le permitía pagar el coche y la casa, algo le decía que estaba echando a perder su vida. Por lo demás, le seguía atormentando el recuerdo de Claudia, con la que había roto unos meses atrás. Desde entonces, había superado, a duras penas, varias de las fases características de los desengaños, pero ninguna le había costado tanto como la que ahora atravesaba: se percibía a sí mismo como un intruso en el mundo, porque todo lo que había compartido con ella era ella o, de algún modo, propiedad de ella: calles, bares, ciudades, comidas, personas, palabras, música, cine, libros, pensamientos... incluso su propio cuerpo.

*

Mario dejaba de garabatear el adoquín, importunado por una mala mirada de Ratavieja. De golpe, saltaba del suelo, corría hacia su casa y atravesaba la puerta con el grito de “¡Mamá!, ¿hay limonada?” Su madre, acostumbrada a estas irrupciones, no se inmutaba.

—A ver, ven aquí —le decía al niño en un tono cómplice. Y cuando lo tenía al alcance de la mano lo agarraba y le daba una zurra por cada sílaba que iba diciendo, y eran más fuertes las zurras de las sílabas tónicas— : No, no hay li-mo-na-da. ¿Y có-mo ten-go que de-cir-te que no sal-gas a la ca-lle des-cal-zo? ¿Eh? ¿Có-mo ten-go que de-cír-te-lo?

A Mario tampoco le molestaban demasiado esos arrebatos. Como si nada hubiera pasado, entraba en la cocina, abría la nevera y se servía un vaso de agua fría, que bebía de un trago. Luego se sentaba al lado de su madre, alrededor de una mesa camilla a la que habían levantado las faldas para que corriera el aire. Ella leía el periódico con atención. Pero por muchas noticias que allí hubiera, Mario sentía que la vida no era ellas, que la vida, inexplicablemente, estaba más en las páginas mismas, en sus colores, en su olor, en sus rugosidades y matices, en su sonido al pasarlas, en su peso sobre la mesa.

*

Pasaba los dedos por los pliegues de la corbata como buscando en ellos una solución. No es que odiara su trabajo, pero fantaseaba con dejarlo un día. Todavía era joven y estaba a tiempo de reaccionar. Si no lo hacía ¿qué podía esperar? ¿Envejecer lentamente y pagar deudas? ¿Engordar y dejarse la salud y el cerebro en el trabajo? No, por favor: eso es lo que odiaba, y le aterrorizaba. Todavía estaba a tiempo. Todavía era posible hacer ese viaje alrededor del mundo, escribir esa novela, vivir a su modo. Pero hasta entonces esas cosas no habían pasado de promesas a sí mismo, y temía que cada vez estaba más lejos de cumplirlas. Le parecía que se iba conformando con sólo tenerlas en la cabeza, como simples posibilidades, vagos proyectos, en realidad, de los que poco cabía fiarse. Pensándolo bien, para mayor vergüenza, no habían sido promesas sólo hechas a sí mismo, sino prácticamente a todo el mundo (más bien presunciones), pero sobre todo a Claudia, a quien había perdido, no por no cumplir lo que se dice, como debe ser, sino por el miedo de ella a que lo cumpliera de verdad. Todos sus amigos habían cambiado hacía mucho tiempo el sueño de una vida extraordinaria por la realidad de una vida corriente; ahora perdían sus energías en buscar la mejor hipoteca, en estar al día de todo, en ir a la moda, en casarse y tener hijos. Pero, en realidad... ¿quién era él para juzgar a los que no parecían necesitar nada más, a los que no soñaban, como él, con una vida extraordinaria, a los que estaban contentos como estaban y gustaban de los viajes organizados y los parques de atracciones, a los que pensaban en casarse y tener hijos? ¿No sería que, simplemente, tenían gustos sencillos; que, como los grandes sabios, se conformaban con poco; que la vida ya era de por sí extraordinaria? Sin embargo, le parecía (le seguía pareciendo a pesar de todo) que sus amigos no estaban sembrando más que infelicidad. Porque no es ya que hubieran renunciado a una vida exótica o rica en aventuras (eso, en el fondo, era lo de menos), sino que, sin darse cuenta, estaban perdiendo (o vendiendo) la oportunidad de vivir una vida sincera. Y eso, tarde o temprano, les sumiría en un malestar que no se explicarían, les enredaría en una serie de absurdas complicaciones imposibles de resolver, les traería, en fin, una crispación y una insatisfacción de las que ya jamás se librarían. ¿Iba él por ese camino? ¿Había venido al mundo para eso? Tenía que evitarlo como fuera. No podía rendirse. No podía seguir postergando las cosas. Lo difícil sería empezar, pero una vez dado el primer paso bastaría con dejarse llevar. ¿Qué podía perder? ¿El trabajo, la casa y el coche? ¿No había perdido ya a Claudia?

Con ella a su lado, estaba seguro, todo sería más fácil; ella encarnaba el impulso que ahora le faltaba, el remedio contra todos sus miedos. Pero desde que habían roto no se atrevía a nada. Lo único que de verdad le apetecía era estarse quieto, porque cualquier cosa que hacía le llevaba a revivir con una intensidad insoportable momentos pasados, como si no hubieran dejado de ocurrir, como si el tiempo, sin poder pasar por encima de ellos, hubiera hecho meandros para seguir su curso.

*

Mario se calzaba unas zapatillas y salía otra vez a la calle. Se había propuesto leer todas las inscripciones y pintadas, incluidas las suyas, que había en las paredes. El periódico de su madre no era nada comparado con eso. Empezaba por la última casa —como su madre, que lo hacía por la última página— y seguía en zigzag, saltando de acera en acera como un cartero ortodoxo. Así, por otra parte, le era más fácil evitar a Ratavieja, que en verano siempre iba y venía por el lado en sombra. No se limitaba a leer las palabras sin más, sino que hacía interpretaciones y establecía relaciones entre ellas, de modo que cuando terminaba el recorrido poseía un conocimiento concreto, que muchas veces era una indicación sobre el próximo paso a seguir. En este caso, si era necesario alejarse del barrio, esperaba a que Ratavieja le diera la espalda para echar a correr.

*

Tuvo una pesadilla en la que era escritor. Un escritor ya maduro que, a pesar de haber dado la vuelta al mundo (o debido a ello), no distinguía si la realidad había sido la fuente de su obra o si, por el contrario, la imaginación era el verdadero origen de la realidad. Ambas sospechas tuvieron siempre sus partidarios, entre los cuales, para complicar más las cosas, los había reales y ficticios. Así, existían dos grupos que se batían a muerte en el comedor de la casa de sus padres. Pero, en la misma batalla, no había quien no cambiara fácilmente de bando dos o tres veces, de modo que al final todos se mataban entre sí: allí estaban Don Quijote, Platón, Alfanhuí, Alicia, San Juan, Aristóteles, Velázquez, Galdós y Marilyn, cuya arma secreta consistía en sonreír y echar a volar su falda blanca, tal y como hacía sobre la trampilla del metro (para que corriera el aire) en la famosa escena de la película. El sueño, en fin, terminaba en un baño de sangre, pero era carmín.

De esa famosa escena de Marilyn tenía un facsímil casi de tamaño natural, acristalado, enmarcado y colgado en la pared de enfrente del sillón. Tiempo atrás, en ese mismo sillón, Claudia le había dicho en broma que estaba celosa. Ahora, enfangado como un sedimento, revivía por enésima vez aquel instante. Luego se castraba —aquello no tenía otro nombre— para que todo, al menos durante unos segundos, le fuera indiferente. No buscaba placer, sino directamente la ausencia de todo sentimiento.

Era obvio que tardaría algún tiempo en dar un paso en firme. Lo mejor sería, pues, seguir como hasta ahora. Asistir al trabajo, tratar de hacer bien las cosas, llevarlo todo, en fin, de la mejor manera posible. Y esperar. Tarde o temprano llegaría el día en que se viera capaz de tomar decisiones serias. Tal vez, pensaba, ahora era el momento para empezar a escribir. Al menos crearía una historia a su gusto, una historia en la que no fuera un intruso. Una historia que, con el tiempo, quizá se hiciera carne.

Abría los ojos, cogía la corbata y los zapatos y se dirigía al dormitorio. Era necesario ponerse cómodo. Una vez en pijama —si el oficio de escritor requiere llevar puesto un uniforme es el pijama—, se sentaba a la mesa, preparaba los folios, empuñaba un bolígrafo y pensaba en la primera frase. Pero entonces llamaban al timbre.

—Usted no sabe quien soy —era Mario, que a veces hablaba como en las películas.
—¿Te has perdido?
—No.
—¿Quién eres? ¿Quieres algo?
—Ayudarle. Debemos salir de aquí. Vístase, tal vez ya sea demasiado tarde.
—¿Ayudarme? ¿Qué dices? Mira, niño, vete a molestar a otro sitio, ¿sí?
—Por favor, tiene que escucharme.

Pero el hombre, nervioso, daba un portazo y volvía a lo suyo. Mario llamaba dos o tres veces más, sin obtener respuesta.

*
El cigarro de Ratavieja se consumía al fin.

MEANDROS III

Aunque tú no me ves, yo estoy colgando el abrigo en el respaldo de la silla que tienes junto a la ventana. Acabamos de llegar a tu casa después de andar todo el día de un lado a otro. Hace rato que llueve. Si estamos empapados y helados ya nos da lo mismo. Te has adelantado y has encendido la luz del comedor. Yo me he quedado mirando el pequeño árbol de navidad que has puesto junto al sofá. Mientras me quito el abrigo das unos pasos más hasta las cortinas y las cierras de un tirón. Ahora, cuando lo estoy colgando en el respaldo de la silla, dices esto: “¿A que es bonito?”

He construido versiones de esta tarde a partir de este momento total, cuya duración (no acabó nunca) me ha permitido luego construir versiones a tiempo histórico de los días, los meses, y los años sucesivos: digamos que, sin salir de aquí, y ahora, las he vivido una tras otra. Pero sólo una pudo ser, y saberla, además de apenarme, es lo que más tiempo me ha llevado. (Es un suplicio decir la palabra tiempo, y también emplear verbos y adverbios.)

De modo que debí (pero nada de esto ocurrió) colgar el abrigo en el respaldo de tu silla. Había visto el árbol cuando entramos en el comedor, y me había llamado la atención porque todavía estábamos a principios de noviembre. Además, era pequeño, incluso para ser un árbol de navidad, y estaba tan sólo adornado con bolas plateadas, como un árbol de escaparate. Pero al decir tú, mientras yo colgaba el abrigo, “¿A que es bonito?” (después de eso no hubo nada más), al decirlo con esa verdad tímida, pero irrefutable, no sólo vi que sí, que lo era; es que lo percibí como un descubrimiento; con tanta claridad que me estremecí, y en ese instante, que se dilató como una cosa elástica, me sobró tiempo (¡ja!) para comprender lo que pasaba, para atar cabos y sentir que, como en esta clara ocasión, tú merodeabas a menudo, tal vez sin saberlo, un territorio al margen, imposible de descubrir, pero del que proceden descubrimientos y claridades; un territorio no tan innegable y rígido como una bola de navidad, sino demasiado ingrávido y débil como una burbuja. Incluso esta vez me llevaste, por momentos, contigo, y deseé no salir de allí dentro. Tanto fue así que a punto estuve de quedarme extasiado, sin poder colgar el abrigo.

Pero terminé de colgar el abrigo (mentira). Y te dije: “Qué pronto lo has puesto, si aún faltan casi dos meses para navidad”. “Ya –dijiste tú–, lo pongo por las niñas, que les hace ilusión. ¿Vamos a cambiarnos?” El invierno también se había adelantado. Aún así, habíamos estado paseando durante toda la mañana. Después fuimos a comer a un restaurante del centro. Al salir estaba lloviznando. Debimos creer que no nos mojaríamos, y me llevaste a conocer tus rincones favoritos del casco antiguo. Cuando quisimos darnos cuenta estábamos helados y empapados. Mi abrigo goteaba ahora en torno a la silla que tienes junto a la ventana (lo que luego debió sucedernos sólo cabe predecirse). Te lo llevaste a la cocina y lo extendiste, con el tuyo, sobre el tendedero plegable. Encendiste la calefacción. Yo quise fregar el charco, pero no me dejaste; querías que me duchara y me cambiara de ropa. Tuve que salir a buscarla al coche, donde me había olvidado la mochila con mis cosas. De nuevo el frío y la lluvia, que me sacudieron de tu casa al coche y del coche a tu casa, en vez de molestarme, no hicieron sino recordarme y aumentar el bienestar que venía sintiendo.

Apenas salí del cuarto de baño entraste tú. Me senté a esperarte en el sofá, al lado del árbol. Quizá las bolas eran demasiado grandes. El charco seguía en torno a la silla. No era propiamente un charco: la superficie que ocupaba la silla estaba seca, pero un fino círculo de agua la rodeaba. Fui hasta la cocina, busqué una bayeta y lo fregué. También fregué el reguero del pasillo y el charco (este sí) que se había formado bajo el tendedero; los abrigos ya no goteaban. Volví al sofá. Por fin viniste con tu bata verde, una manta y una bolsa de patatas. Buscaste el mando a distancia. Te acomodaste a mi lado. Anocheció enseguida: curiosamente, la madrugada anterior todo el país había retrasado una hora los relojes.

Nos vimos tres veces más. Empezaste a preocuparte por las cosas serias, o yo a descuidarlas, no sé: ahora sentía que tratabas de sacarme de aquel jardín que me descubriste, de cuya existencia no tengo dudas; ahora parecía que no te importaba, y con ello lo corrompías, lo asolabas. Aún mantuvimos un contacto telefónico que terminó por desvanecerse. Los años siguientes transcurrieron rapidísimos. El tiempo (qué tiempo) se apresura cuando deseamos acontecimientos imposibles. Nuestras vidas siguieron vertiginosamente cada una por su lado; no merece la pena detallarlas: como todo el mundo, fuimos felices y desdichados.
Todo esto no ocurrió nunca, pero tú no lo sabes.

MEANDROS IV

He terminado la primera parte. Ahora lleva unos días reposando. Quiero tomar distancia porque en la segunda va a haber un cambio de tono y de tiempo verbal y tengo que hacerme el cuerpo a ello. Escribo a mano, en aquel sitio bajo la Alhambra. Ya sabes que en las bibliotecas no puedo concentrarme, y en el piso, los compañeros arman demasiado jaleo. Jaime, el de Valladolid, siempre tiene puesta esa maldita música, y Alberto, el de la barba, se trae a la novia día sí y día también, se encierran en su habitación y se pasan todo el rato dale que te pego, y a mí se me llevan todos los diablos. Qué puedo decirle, si nosotros hacíamos lo mismo. Ayer, sin ir más lejos, estaba comiendo y empezaron. Tuve que salir pitando de casa y estuve más de dos horas dando vueltas por ahí. ¿Te acuerdas del perro lobo? Pues creo que lo vi en la calle, paseando con su dueña. Vamos, yo diría que era él, no me lo había imaginado de otra manera: grande, marrón y buenazo. Además, los seguí hasta que se metieron en una casa del barrio, de modo que sí, seguro que era él. Sigue aullando cuando pasa la policía o la ambulancia con las sirenas puestas. Estoy convencido de que esos aullidos, en el fondo, significan algo. El pobre confunde las sirenas con su manada, de acuerdo, y ninguno de los suyos le oye ni le contesta, pero yo, que en principio no pinto nada en el asunto, sí que le presto atención, y gracias a eso se me quita el susto por lo que puede haber pasado. Es que mi pueblo era tan pequeño como para asustarse de verdad cuando sonaban sirenas, y no me acostumbro. Aquí, ya sabes, suenan más de diez veces al día. El caso es que la actitud del perro en ese momento, sus aullidos que no oye quien él cree pero yo sí, le restan gravedad a todo, se me hacen más importantes que las desgracias que imagino dentro de esas ambulancias que pasan. No me digas que no somos iguales que ese perro. Cuántas veces nos habremos alegrado o entristecido por cosas que no eran lo que parecían; cuántas habremos actuado movidos por falsos estímulos; cuántas más habremos gritado en el desierto. Y, sin embargo, es posible que nada de eso caiga en saco roto: quién le iba a decir al perro que sus aullidos me harían comprender esas cosas.

Poco más que no sepas puedo contarte. Bueno, que he quedado finalista en un concurso de cuentos de un periódico de la provincia. Son cuentos de un folio y han recibido también más de mil, incluso de dos mil. Ya veremos. El mío trata de aquel periquito que de pequeño me regalaron mis padres. Te hablé de él más de una vez. Como sabes, lo trajeron recién nacido, y ya el primer día lo saqué de la jaula para jugar con él; después lo domestiqué y todo eso. Lo que nunca te he contado es que con el tiempo se acostumbró tanto a mí que, cuando le crecieron las plumas, se acomodaba en mi mano como incubando un huevo y se restregaba. Su cola parecía la escobilla de un limpiaparabrisas, izquierda, derecha, izquierda, derecha, primero despacito y luego a mucha velocidad, como si la lluvia no dejara ver la carretera. En ese punto emitía pitidos que no eran propios de él, más bien sonaban a un cascabel dentro de una cueva. En fin, con esas palabras lo he expresado en el cuento. También es todo ficción, por supuesto.

Me pregunto qué no lo es. Mira qué frase me he aprendido del viejo Jean: “Nada es verdad, excepto lo que no se dice”. ¿A que es buena? Si pudiéramos hacer un repaso a todo lo que nos hemos dicho, ¿saldríamos ganando o perdiendo? Imposible saberlo. Muchas veces he pensado que todo se tuerce a fuerza de hablar de cosas serias, cosas que puedan comprometerle a uno. Lo ideal es saltar de las banalidades a la metafísica, y viceversa; entretanto, si acaso, olernos y comentar el paisaje. En lo demás, lo mejor es no decir nada, hacer que todo sea como ese juego de cartas en el que está prohibido hablar con tu compañero y si te pillan haciendo un signo, pierdes la partida. Pero uno sabe todo lo que el otro no le dice. A partir de ahora, si te parece bien, podríamos comunicarnos así, sin decirnos más nada.

No te digo, por ejemplo, que aún me cuesta creer lo que ha pasado. Es evidente que la culpa que dijiste tener al poco de empezar con él se salía por los lados a cada abrazo que os dabais, chorreaba y luego se secaba, como si fuerais un bocadillo con exceso de salsa. Me he roto la cabeza imaginándolo y tratando de comprenderlo. Al final, se me ha ocurrido pensar en la manera de ser de ciertos animales, como el perro lobo o el periquito, que se acercan y son amorosos con cualquier persona que sea buena con ellos; quizá porque su memoria es corta, pueden sustituir a alguien (su dueño de toda la vida, digamos) que ha sido lo más grande para ellos por otro que acaban de conocer, entregándose con la misma intensidad, con la misma pureza, con la misma dulzura y el mismo calor. Pero es seguramente ese parecido tuyo con los animales lo que te hace encantadora. La fascinación que sientes ante cualquier cosa, y tu falta de prejuicios, y esa manera de estar contenta, que sólo te falta mover la colita. Lo mismo pasa con tu literatura: la llaneza y la sinceridad con que escribes es lo que la hace brillar tanto.

No te digo, también, que me gustaría ser como tú. Pero, por desgracia, mi memoria no es como la de los animales. Tampoco como la de las personas. Pensándolo bien, ni siquiera se le puede llamar memoria, porque no es que me pare a recordar cosas sin más, es que, sin querer, hay momentos que de golpe revivo, como si el tiempo, sin poder pasar por encima de ellos, hubiera hecho meandros. Aunque tú no me ves, yo estoy colgando el abrigo en el respaldo de la silla que tienes junto a la ventana; o estoy en Burgos preguntando por la calle Laín Calvo... en fin, etcétera: el curso de los últimos años es muy ondulado.

Se está haciendo de noche y se me hielan las manos. El otro día me puse unos guantes, pero con ellos no se puede escribir. No te digo lo que echo en falta tus estufas. Cerca del puente hay un muchacho extranjero tocando la guitarra y no sé cómo se las apaña. Tengo ganas de que llegue el verano. Cuando monten las terrazas, me sentaré más a menudo a una mesa. Ahora ni se me pasa por la cabeza entrar en las cafeterías, están demasiado llenas. Aún así, y pese a ser martes, hay un montón de gente por aquí. Los microbuses que suben a las Cuevas se abren paso a codazos, pero nadie tiene miedo de que lo atropellen. Yo estoy en el murete, frente a la casa embrujada. Es el mejor sitio para sentarse porque no llega el olor a meado. Sin embargo, ambos extremos están ocupados; solos, en pareja o en grupo, los estudiantes son más callejeros que los gatos. Es curioso que, salvo la de algún buscavidas, nunca me encuentre aquí con ninguna cara conocida. Claro, vienen de todo el mundo. Seguro que el muchacho de la guitarra es de un país más frío que el nuestro y siempre tiene las manos calientes. La Alhambra sigue donde siempre, también el tiempo hizo un meandro a su alrededor. Pero qué te voy a contar de Granada.

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