viernes, 26 de diciembre de 2008

¡Felices Fiestas!





El blog "El Cadaver exquisito" y sus componentes, Diógenes y Brida, os desean unas Felices Fietas

domingo, 14 de diciembre de 2008

CADÁVER EXQUISITO

Ambos tenían el reloj parado a la misma hora. No era una coincidencia. Ni un capricho del destino. Ni si quiera una coincidencia real en las manecillas de sus relojes. Lo habían acordado, como un grupo de soldados de asalto cuyo jefe dice solemnemente: "sincronicemos nuestros relojes". Sólo que en este caso... ambos decidieron parar el tiempo para poder pasear por los meandros y así poder intercambiar sus propias ideas sin la necesidad de contaminarlas de realidad y experimentar más allá de las fuerzas de la naturaleza, donde ni el pasado, ni el presente, ni el futuro podrían intervenir en su imaginación, de esta manera el tiempo se paraba y vislumbraban la divinidad del otro haciendo partícipe de ello a la palabra "Namasté".

Y entonces todo surgió de repente, sin más, como si siempre hubiese estado presente, como si nada hasta entonces hubiera ocurrido, como si nada a partir de entonces hubiera de ocurrir, como una hoja en blanco que necesita de la tinta para vivir, de las historias para recrearse y sentir la mancha de una vida, de un sentimiento, de una necesidad, que iba creándose línea a línea, párrafo a párrafo, pero no minuto a minuto, ni día a día, porque sus relojes estaban parados: el tiempo no existía.

Les gustaba inventar una suerte de ritos mágicos con ayuda de los cuales se abrían paso en un territorio paralelo al de la vida cotidiana. Esta vez, mezclaron estos tres ingredientes en su particular crisol: meandros, namasté, y un reloj parado. En ellos, se hacía realidad la famosa pintada que rezaba: "la imaginación al poder". Hasta tal punto que, en el fondo de sus corazones, creían que alguna vez, tarde o temprano, conseguirían la receta exacta que les haría trascender, como a los alquimistas que convertían el plomo en oro. Por de pronto, ya habían convertido la sangre en tinta, las curvas en meandros, los saludos en reverencias sagradas, y un par de relojes en el símbolo...

El símbolo de dos anillas que se entrelazan, de dos conjuntos que se cortan, de unas esposas que se atan a sí mismas, de unas gafas que revientan sus cristales y detrás dos ojos buscándose el uno al otro como dos razas que son bizcas y se aman. Eran las doce o las tres, y al aire le habían salido fístulas o agujeros de gusano, que se veían como brillantina que traía un buen augurio...

Sin darse cuenta de la trascendencia de sus almas, consiguieron evadirse de sus cuerpos y aventurarse en el nuevo paradigma que juntos había creado. Pensamientos, letras, palabras, dedos tecleando, bolígrafos desangrándose en la pureza del papel, iban dando origen a una nueva realidad cargada de fantasía en el mundo que dejaban atrás.

Se aventuraban a experimentar una nueva forma de vida repleta de palabras que formaban frases, frases que formaban párrafos y párrafos que creaban historias. Todo en el lugar más humilde de su alma. Donde todo aquel ritual mágico que había conseguido crear iba transformándose en el libro más hermoso que jamás nadie leyó.

Sumidos en pensamientos sin el sonido de las voces que perturban la ideas consiguieron comenzar con la experiencia más hermosa que cualquier escritor estaba dispuesto a crear bajo la independencia del tiempo parado en la imagen sonriente de dos manecillas del reloj.Pero las alimañas acechaban. Al menor descuido, las veían prestas a saltarles encima para clavarles los dientes y las uñas y contagiarles todas las enfermedades del mundo. ¿Quién podía protegerles? Nadie. Daban saltitos invocando a un dios, pero estaban desamparados. Y muy cansados. Rendidos: no les hubiera importado ser víctimas de una mordedura mortal, y entregarse dulcemente al veneno, fuera lo que fuera lo que hubiere después, incluso si se trataba de lo mismo que había ahora. Tan cansados estaban, casi ya envenenados. Pero, Brida, ¿por qué tenemos miedo y asco de las alimañas? ¿No somos nosotros sacos peludos y malolientes de vísceras y mierda? ¿Por qué no nos damos miedo ni asco y sí que nos lo dan las perezas y las dudas, si son más pequeñitas? Es una contradicción, algo está mal: o deberíamos darnos miedo y asco o deberíamos amar a las perezas y las dudas. Pobres bichos. O bien, lo más sensato, considerarnos a nosotros y a ellas desde la neutralidad, el puro equilibrio. Aunque quizá el miedo y el asco no se deban a las alimañas en sí, sino al hecho de verlas en un sitio inesperado, inusitado. Si las viéramos en el bosque nos parecerían preciosas, moviendo sus ojitos y sus centelleantes bigotes al sol, y dando esos pasos cortos y rapidísimos, que tanto nos aterrorizan sobre la encimera.

MEANDROS

Mario salía de casa a la hora de la siesta, cuando todo el barrio, excepto Ratavieja, se escondía del calor y hacía la digestión. Ratavieja era un vecino que paseaba calle arriba y calle abajo, las manos atrás, lo que durara el cigarro en su boca. Antes o después, pasaba un coche verde.

Mario vagaba de un lado a otro, buscaba cuerdas, palos y cartones, miraba a través de las vallas y por rendijas, se asomaba a las alcantarillas, trepaba a los enrejados y saltaba, seguía a Ratavieja, se sentaba en las aceras y en los umbrales y con algún canto o hierro grababa mensajes en las paredes y los suelos. Nada se oía detrás de las puertas, a no ser el arrullo de una televisión en voz baja. Durante unas horas, el mundo estaba quieto y se dejaba coger desprevenido, unas horas en suspenso en las que cualquier cosa era posible, incluso obtener algo —un secreto, un tesoro— de aquellos tontos pasatiempos.

El coche verde desaparecía enseguida, pero el ruido de su motor, acuático como unas gárgaras, tardaba en apagarse del todo: quedaba un silbido o hilo que Mario podía seguir hasta donde quisiera, aunque también podía, sin moverse, intuir y trazar esa trayectoria, que, a pesar de sus muchos meandros (o debido a ellos), cabía en la superficie de un adoquín. Es más, prefería quedarse donde estaba porque cada vez que se alejaba demasiado tenía problemas con Ratavieja, que le amenazaba con contárselo a su madre.

También Mario tenía un par de cosas que decirle a la madre de Ratavieja, pero había muerto el siglo pasado. Una vez, por ejemplo, lo había visto cruzar la calle sin mirar justo cuando pasaba el coche verde, que, en lugar de frenar o dar un volantazo, lo atravesó como si fuera un fantasma.

*

Por fin cesaba el ruido del motor y del coche bajaba un joven bien vestido. Mientras andaba hacia su casa se iba quitando la corbata, volcando en ese gesto —sin dejar de ser consciente, por otra parte, de que al hacerlo estaba imitando a alguien, no sabía a quién— todo el alivio que sentía por haber terminado su jornada. Una vez dentro, se descalzaba, se dirigía a la cocina, abría la nevera y cogía un refresco, que se tomaba, repantigado y aparentemente satisfecho, en el sillón del comedor. Pero no estaba contento.

Cerraba los ojos y reflexionaba. Aunque le había costado mucho esfuerzo ganar ese puesto de trabajo, que ahora le permitía pagar el coche y la casa, algo le decía que estaba echando a perder su vida. Por lo demás, le seguía atormentando el recuerdo de Claudia, con la que había roto unos meses atrás. Desde entonces, había superado, a duras penas, varias de las fases características de los desengaños, pero ninguna le había costado tanto como la que ahora atravesaba: se percibía a sí mismo como un intruso en el mundo, porque todo lo que había compartido con ella era ella o, de algún modo, propiedad de ella: calles, bares, ciudades, comidas, personas, palabras, música, cine, libros, pensamientos... incluso su propio cuerpo.

*

Mario dejaba de garabatear el adoquín, importunado por una mala mirada de Ratavieja. De golpe, saltaba del suelo, corría hacia su casa y atravesaba la puerta con el grito de “¡Mamá!, ¿hay limonada?” Su madre, acostumbrada a estas irrupciones, no se inmutaba.

—A ver, ven aquí —le decía al niño en un tono cómplice. Y cuando lo tenía al alcance de la mano lo agarraba y le daba una zurra por cada sílaba que iba diciendo, y eran más fuertes las zurras de las sílabas tónicas— : No, no hay li-mo-na-da. ¿Y có-mo ten-go que de-cir-te que no sal-gas a la ca-lle des-cal-zo? ¿Eh? ¿Có-mo ten-go que de-cír-te-lo?

A Mario tampoco le molestaban demasiado esos arrebatos. Como si nada hubiera pasado, entraba en la cocina, abría la nevera y se servía un vaso de agua fría, que bebía de un trago. Luego se sentaba al lado de su madre, alrededor de una mesa camilla a la que habían levantado las faldas para que corriera el aire. Ella leía el periódico con atención. Pero por muchas noticias que allí hubiera, Mario sentía que la vida no era ellas, que la vida, inexplicablemente, estaba más en las páginas mismas, en sus colores, en su olor, en sus rugosidades y matices, en su sonido al pasarlas, en su peso sobre la mesa.

*

Pasaba los dedos por los pliegues de la corbata como buscando en ellos una solución. No es que odiara su trabajo, pero fantaseaba con dejarlo un día. Todavía era joven y estaba a tiempo de reaccionar. Si no lo hacía ¿qué podía esperar? ¿Envejecer lentamente y pagar deudas? ¿Engordar y dejarse la salud y el cerebro en el trabajo? No, por favor: eso es lo que odiaba, y le aterrorizaba. Todavía estaba a tiempo. Todavía era posible hacer ese viaje alrededor del mundo, escribir esa novela, vivir a su modo. Pero hasta entonces esas cosas no habían pasado de promesas a sí mismo, y temía que cada vez estaba más lejos de cumplirlas. Le parecía que se iba conformando con sólo tenerlas en la cabeza, como simples posibilidades, vagos proyectos, en realidad, de los que poco cabía fiarse. Pensándolo bien, para mayor vergüenza, no habían sido promesas sólo hechas a sí mismo, sino prácticamente a todo el mundo (más bien presunciones), pero sobre todo a Claudia, a quien había perdido, no por no cumplir lo que se dice, como debe ser, sino por el miedo de ella a que lo cumpliera de verdad. Todos sus amigos habían cambiado hacía mucho tiempo el sueño de una vida extraordinaria por la realidad de una vida corriente; ahora perdían sus energías en buscar la mejor hipoteca, en estar al día de todo, en ir a la moda, en casarse y tener hijos. Pero, en realidad... ¿quién era él para juzgar a los que no parecían necesitar nada más, a los que no soñaban, como él, con una vida extraordinaria, a los que estaban contentos como estaban y gustaban de los viajes organizados y los parques de atracciones, a los que pensaban en casarse y tener hijos? ¿No sería que, simplemente, tenían gustos sencillos; que, como los grandes sabios, se conformaban con poco; que la vida ya era de por sí extraordinaria? Sin embargo, le parecía (le seguía pareciendo a pesar de todo) que sus amigos no estaban sembrando más que infelicidad. Porque no es ya que hubieran renunciado a una vida exótica o rica en aventuras (eso, en el fondo, era lo de menos), sino que, sin darse cuenta, estaban perdiendo (o vendiendo) la oportunidad de vivir una vida sincera. Y eso, tarde o temprano, les sumiría en un malestar que no se explicarían, les enredaría en una serie de absurdas complicaciones imposibles de resolver, les traería, en fin, una crispación y una insatisfacción de las que ya jamás se librarían. ¿Iba él por ese camino? ¿Había venido al mundo para eso? Tenía que evitarlo como fuera. No podía rendirse. No podía seguir postergando las cosas. Lo difícil sería empezar, pero una vez dado el primer paso bastaría con dejarse llevar. ¿Qué podía perder? ¿El trabajo, la casa y el coche? ¿No había perdido ya a Claudia?

Con ella a su lado, estaba seguro, todo sería más fácil; ella encarnaba el impulso que ahora le faltaba, el remedio contra todos sus miedos. Pero desde que habían roto no se atrevía a nada. Lo único que de verdad le apetecía era estarse quieto, porque cualquier cosa que hacía le llevaba a revivir con una intensidad insoportable momentos pasados, como si no hubieran dejado de ocurrir, como si el tiempo, sin poder pasar por encima de ellos, hubiera hecho meandros para seguir su curso.

*

Mario se calzaba unas zapatillas y salía otra vez a la calle. Se había propuesto leer todas las inscripciones y pintadas, incluidas las suyas, que había en las paredes. El periódico de su madre no era nada comparado con eso. Empezaba por la última casa —como su madre, que lo hacía por la última página— y seguía en zigzag, saltando de acera en acera como un cartero ortodoxo. Así, por otra parte, le era más fácil evitar a Ratavieja, que en verano siempre iba y venía por el lado en sombra. No se limitaba a leer las palabras sin más, sino que hacía interpretaciones y establecía relaciones entre ellas, de modo que cuando terminaba el recorrido poseía un conocimiento concreto, que muchas veces era una indicación sobre el próximo paso a seguir. En este caso, si era necesario alejarse del barrio, esperaba a que Ratavieja le diera la espalda para echar a correr.

*

Tuvo una pesadilla en la que era escritor. Un escritor ya maduro que, a pesar de haber dado la vuelta al mundo (o debido a ello), no distinguía si la realidad había sido la fuente de su obra o si, por el contrario, la imaginación era el verdadero origen de la realidad. Ambas sospechas tuvieron siempre sus partidarios, entre los cuales, para complicar más las cosas, los había reales y ficticios. Así, existían dos grupos que se batían a muerte en el comedor de la casa de sus padres. Pero, en la misma batalla, no había quien no cambiara fácilmente de bando dos o tres veces, de modo que al final todos se mataban entre sí: allí estaban Don Quijote, Platón, Alfanhuí, Alicia, San Juan, Aristóteles, Velázquez, Galdós y Marilyn, cuya arma secreta consistía en sonreír y echar a volar su falda blanca, tal y como hacía sobre la trampilla del metro (para que corriera el aire) en la famosa escena de la película. El sueño, en fin, terminaba en un baño de sangre, pero era carmín.

De esa famosa escena de Marilyn tenía un facsímil casi de tamaño natural, acristalado, enmarcado y colgado en la pared de enfrente del sillón. Tiempo atrás, en ese mismo sillón, Claudia le había dicho en broma que estaba celosa. Ahora, enfangado como un sedimento, revivía por enésima vez aquel instante. Luego se castraba —aquello no tenía otro nombre— para que todo, al menos durante unos segundos, le fuera indiferente. No buscaba placer, sino directamente la ausencia de todo sentimiento.

Era obvio que tardaría algún tiempo en dar un paso en firme. Lo mejor sería, pues, seguir como hasta ahora. Asistir al trabajo, tratar de hacer bien las cosas, llevarlo todo, en fin, de la mejor manera posible. Y esperar. Tarde o temprano llegaría el día en que se viera capaz de tomar decisiones serias. Tal vez, pensaba, ahora era el momento para empezar a escribir. Al menos crearía una historia a su gusto, una historia en la que no fuera un intruso. Una historia que, con el tiempo, quizá se hiciera carne.

Abría los ojos, cogía la corbata y los zapatos y se dirigía al dormitorio. Era necesario ponerse cómodo. Una vez en pijama —si el oficio de escritor requiere llevar puesto un uniforme es el pijama—, se sentaba a la mesa, preparaba los folios, empuñaba un bolígrafo y pensaba en la primera frase. Pero entonces llamaban al timbre.

—Usted no sabe quien soy —era Mario, que a veces hablaba como en las películas.
—¿Te has perdido?
—No.
—¿Quién eres? ¿Quieres algo?
—Ayudarle. Debemos salir de aquí. Vístase, tal vez ya sea demasiado tarde.
—¿Ayudarme? ¿Qué dices? Mira, niño, vete a molestar a otro sitio, ¿sí?
—Por favor, tiene que escucharme.

Pero el hombre, nervioso, daba un portazo y volvía a lo suyo. Mario llamaba dos o tres veces más, sin obtener respuesta.

*
El cigarro de Ratavieja se consumía al fin.

MEANDROS III

Aunque tú no me ves, yo estoy colgando el abrigo en el respaldo de la silla que tienes junto a la ventana. Acabamos de llegar a tu casa después de andar todo el día de un lado a otro. Hace rato que llueve. Si estamos empapados y helados ya nos da lo mismo. Te has adelantado y has encendido la luz del comedor. Yo me he quedado mirando el pequeño árbol de navidad que has puesto junto al sofá. Mientras me quito el abrigo das unos pasos más hasta las cortinas y las cierras de un tirón. Ahora, cuando lo estoy colgando en el respaldo de la silla, dices esto: “¿A que es bonito?”

He construido versiones de esta tarde a partir de este momento total, cuya duración (no acabó nunca) me ha permitido luego construir versiones a tiempo histórico de los días, los meses, y los años sucesivos: digamos que, sin salir de aquí, y ahora, las he vivido una tras otra. Pero sólo una pudo ser, y saberla, además de apenarme, es lo que más tiempo me ha llevado. (Es un suplicio decir la palabra tiempo, y también emplear verbos y adverbios.)

De modo que debí (pero nada de esto ocurrió) colgar el abrigo en el respaldo de tu silla. Había visto el árbol cuando entramos en el comedor, y me había llamado la atención porque todavía estábamos a principios de noviembre. Además, era pequeño, incluso para ser un árbol de navidad, y estaba tan sólo adornado con bolas plateadas, como un árbol de escaparate. Pero al decir tú, mientras yo colgaba el abrigo, “¿A que es bonito?” (después de eso no hubo nada más), al decirlo con esa verdad tímida, pero irrefutable, no sólo vi que sí, que lo era; es que lo percibí como un descubrimiento; con tanta claridad que me estremecí, y en ese instante, que se dilató como una cosa elástica, me sobró tiempo (¡ja!) para comprender lo que pasaba, para atar cabos y sentir que, como en esta clara ocasión, tú merodeabas a menudo, tal vez sin saberlo, un territorio al margen, imposible de descubrir, pero del que proceden descubrimientos y claridades; un territorio no tan innegable y rígido como una bola de navidad, sino demasiado ingrávido y débil como una burbuja. Incluso esta vez me llevaste, por momentos, contigo, y deseé no salir de allí dentro. Tanto fue así que a punto estuve de quedarme extasiado, sin poder colgar el abrigo.

Pero terminé de colgar el abrigo (mentira). Y te dije: “Qué pronto lo has puesto, si aún faltan casi dos meses para navidad”. “Ya –dijiste tú–, lo pongo por las niñas, que les hace ilusión. ¿Vamos a cambiarnos?” El invierno también se había adelantado. Aún así, habíamos estado paseando durante toda la mañana. Después fuimos a comer a un restaurante del centro. Al salir estaba lloviznando. Debimos creer que no nos mojaríamos, y me llevaste a conocer tus rincones favoritos del casco antiguo. Cuando quisimos darnos cuenta estábamos helados y empapados. Mi abrigo goteaba ahora en torno a la silla que tienes junto a la ventana (lo que luego debió sucedernos sólo cabe predecirse). Te lo llevaste a la cocina y lo extendiste, con el tuyo, sobre el tendedero plegable. Encendiste la calefacción. Yo quise fregar el charco, pero no me dejaste; querías que me duchara y me cambiara de ropa. Tuve que salir a buscarla al coche, donde me había olvidado la mochila con mis cosas. De nuevo el frío y la lluvia, que me sacudieron de tu casa al coche y del coche a tu casa, en vez de molestarme, no hicieron sino recordarme y aumentar el bienestar que venía sintiendo.

Apenas salí del cuarto de baño entraste tú. Me senté a esperarte en el sofá, al lado del árbol. Quizá las bolas eran demasiado grandes. El charco seguía en torno a la silla. No era propiamente un charco: la superficie que ocupaba la silla estaba seca, pero un fino círculo de agua la rodeaba. Fui hasta la cocina, busqué una bayeta y lo fregué. También fregué el reguero del pasillo y el charco (este sí) que se había formado bajo el tendedero; los abrigos ya no goteaban. Volví al sofá. Por fin viniste con tu bata verde, una manta y una bolsa de patatas. Buscaste el mando a distancia. Te acomodaste a mi lado. Anocheció enseguida: curiosamente, la madrugada anterior todo el país había retrasado una hora los relojes.

Nos vimos tres veces más. Empezaste a preocuparte por las cosas serias, o yo a descuidarlas, no sé: ahora sentía que tratabas de sacarme de aquel jardín que me descubriste, de cuya existencia no tengo dudas; ahora parecía que no te importaba, y con ello lo corrompías, lo asolabas. Aún mantuvimos un contacto telefónico que terminó por desvanecerse. Los años siguientes transcurrieron rapidísimos. El tiempo (qué tiempo) se apresura cuando deseamos acontecimientos imposibles. Nuestras vidas siguieron vertiginosamente cada una por su lado; no merece la pena detallarlas: como todo el mundo, fuimos felices y desdichados.
Todo esto no ocurrió nunca, pero tú no lo sabes.

MEANDROS IV

He terminado la primera parte. Ahora lleva unos días reposando. Quiero tomar distancia porque en la segunda va a haber un cambio de tono y de tiempo verbal y tengo que hacerme el cuerpo a ello. Escribo a mano, en aquel sitio bajo la Alhambra. Ya sabes que en las bibliotecas no puedo concentrarme, y en el piso, los compañeros arman demasiado jaleo. Jaime, el de Valladolid, siempre tiene puesta esa maldita música, y Alberto, el de la barba, se trae a la novia día sí y día también, se encierran en su habitación y se pasan todo el rato dale que te pego, y a mí se me llevan todos los diablos. Qué puedo decirle, si nosotros hacíamos lo mismo. Ayer, sin ir más lejos, estaba comiendo y empezaron. Tuve que salir pitando de casa y estuve más de dos horas dando vueltas por ahí. ¿Te acuerdas del perro lobo? Pues creo que lo vi en la calle, paseando con su dueña. Vamos, yo diría que era él, no me lo había imaginado de otra manera: grande, marrón y buenazo. Además, los seguí hasta que se metieron en una casa del barrio, de modo que sí, seguro que era él. Sigue aullando cuando pasa la policía o la ambulancia con las sirenas puestas. Estoy convencido de que esos aullidos, en el fondo, significan algo. El pobre confunde las sirenas con su manada, de acuerdo, y ninguno de los suyos le oye ni le contesta, pero yo, que en principio no pinto nada en el asunto, sí que le presto atención, y gracias a eso se me quita el susto por lo que puede haber pasado. Es que mi pueblo era tan pequeño como para asustarse de verdad cuando sonaban sirenas, y no me acostumbro. Aquí, ya sabes, suenan más de diez veces al día. El caso es que la actitud del perro en ese momento, sus aullidos que no oye quien él cree pero yo sí, le restan gravedad a todo, se me hacen más importantes que las desgracias que imagino dentro de esas ambulancias que pasan. No me digas que no somos iguales que ese perro. Cuántas veces nos habremos alegrado o entristecido por cosas que no eran lo que parecían; cuántas habremos actuado movidos por falsos estímulos; cuántas más habremos gritado en el desierto. Y, sin embargo, es posible que nada de eso caiga en saco roto: quién le iba a decir al perro que sus aullidos me harían comprender esas cosas.

Poco más que no sepas puedo contarte. Bueno, que he quedado finalista en un concurso de cuentos de un periódico de la provincia. Son cuentos de un folio y han recibido también más de mil, incluso de dos mil. Ya veremos. El mío trata de aquel periquito que de pequeño me regalaron mis padres. Te hablé de él más de una vez. Como sabes, lo trajeron recién nacido, y ya el primer día lo saqué de la jaula para jugar con él; después lo domestiqué y todo eso. Lo que nunca te he contado es que con el tiempo se acostumbró tanto a mí que, cuando le crecieron las plumas, se acomodaba en mi mano como incubando un huevo y se restregaba. Su cola parecía la escobilla de un limpiaparabrisas, izquierda, derecha, izquierda, derecha, primero despacito y luego a mucha velocidad, como si la lluvia no dejara ver la carretera. En ese punto emitía pitidos que no eran propios de él, más bien sonaban a un cascabel dentro de una cueva. En fin, con esas palabras lo he expresado en el cuento. También es todo ficción, por supuesto.

Me pregunto qué no lo es. Mira qué frase me he aprendido del viejo Jean: “Nada es verdad, excepto lo que no se dice”. ¿A que es buena? Si pudiéramos hacer un repaso a todo lo que nos hemos dicho, ¿saldríamos ganando o perdiendo? Imposible saberlo. Muchas veces he pensado que todo se tuerce a fuerza de hablar de cosas serias, cosas que puedan comprometerle a uno. Lo ideal es saltar de las banalidades a la metafísica, y viceversa; entretanto, si acaso, olernos y comentar el paisaje. En lo demás, lo mejor es no decir nada, hacer que todo sea como ese juego de cartas en el que está prohibido hablar con tu compañero y si te pillan haciendo un signo, pierdes la partida. Pero uno sabe todo lo que el otro no le dice. A partir de ahora, si te parece bien, podríamos comunicarnos así, sin decirnos más nada.

No te digo, por ejemplo, que aún me cuesta creer lo que ha pasado. Es evidente que la culpa que dijiste tener al poco de empezar con él se salía por los lados a cada abrazo que os dabais, chorreaba y luego se secaba, como si fuerais un bocadillo con exceso de salsa. Me he roto la cabeza imaginándolo y tratando de comprenderlo. Al final, se me ha ocurrido pensar en la manera de ser de ciertos animales, como el perro lobo o el periquito, que se acercan y son amorosos con cualquier persona que sea buena con ellos; quizá porque su memoria es corta, pueden sustituir a alguien (su dueño de toda la vida, digamos) que ha sido lo más grande para ellos por otro que acaban de conocer, entregándose con la misma intensidad, con la misma pureza, con la misma dulzura y el mismo calor. Pero es seguramente ese parecido tuyo con los animales lo que te hace encantadora. La fascinación que sientes ante cualquier cosa, y tu falta de prejuicios, y esa manera de estar contenta, que sólo te falta mover la colita. Lo mismo pasa con tu literatura: la llaneza y la sinceridad con que escribes es lo que la hace brillar tanto.

No te digo, también, que me gustaría ser como tú. Pero, por desgracia, mi memoria no es como la de los animales. Tampoco como la de las personas. Pensándolo bien, ni siquiera se le puede llamar memoria, porque no es que me pare a recordar cosas sin más, es que, sin querer, hay momentos que de golpe revivo, como si el tiempo, sin poder pasar por encima de ellos, hubiera hecho meandros. Aunque tú no me ves, yo estoy colgando el abrigo en el respaldo de la silla que tienes junto a la ventana; o estoy en Burgos preguntando por la calle Laín Calvo... en fin, etcétera: el curso de los últimos años es muy ondulado.

Se está haciendo de noche y se me hielan las manos. El otro día me puse unos guantes, pero con ellos no se puede escribir. No te digo lo que echo en falta tus estufas. Cerca del puente hay un muchacho extranjero tocando la guitarra y no sé cómo se las apaña. Tengo ganas de que llegue el verano. Cuando monten las terrazas, me sentaré más a menudo a una mesa. Ahora ni se me pasa por la cabeza entrar en las cafeterías, están demasiado llenas. Aún así, y pese a ser martes, hay un montón de gente por aquí. Los microbuses que suben a las Cuevas se abren paso a codazos, pero nadie tiene miedo de que lo atropellen. Yo estoy en el murete, frente a la casa embrujada. Es el mejor sitio para sentarse porque no llega el olor a meado. Sin embargo, ambos extremos están ocupados; solos, en pareja o en grupo, los estudiantes son más callejeros que los gatos. Es curioso que, salvo la de algún buscavidas, nunca me encuentre aquí con ninguna cara conocida. Claro, vienen de todo el mundo. Seguro que el muchacho de la guitarra es de un país más frío que el nuestro y siempre tiene las manos calientes. La Alhambra sigue donde siempre, también el tiempo hizo un meandro a su alrededor. Pero qué te voy a contar de Granada.

Posdata:

sábado, 13 de diciembre de 2008

Tu mirada



Otras manos escribieron

De tu mirada de mil metros.

Acercando las letras

y también los versos

de un universo secreto.

Sus manos recibían tus versos

Que de tus ojos huían

cautelosas de saber el avenir de tu sentir,

comenzaron a escribir.

El cuerpo y el alma se fundiero

nen un encuentro en el camino

en visiones y en secretos,

en ternura y en palabras.

Las miradas se cruzaron,

Los sonidos atendieron

Y los versos engendraron

Las baladas que de ambos fluyeron.

MEANDROS V

«Tranquila, que ya sé lo que es, tranquila, que ya sé lo que es», decía el doctor Arnau mientras escribía la receta, «ahora te tomas esto, descansas un poco y en un rato estás como nueva». El dolor había aparecido de golpe, justo al abrir con los dientes una bolsa de rosquillas, y, además, iba acompañado de náuseas. Pero las palabras del doctor, que llevaba años tratando a toda la familia, nos tranquilizaron. Quién sino él podía saber lo que era aquello.

Pese a tomarse la medicina y descansar, su estado empeoró durante la tarde. Saltaba a la vista, por la forma de los quejidos, que esta vez no podía tratarse de una simple jaqueca. Asustados, decidimos ir directamente al hospital, donde, tras de reconocerla y ponerle una inyección, nos mandaron a casa. Después de todo, la cosa no parecía grave, así que nos acostamos.

A la mañana siguiente, cuando fui a desayunar, la encontré sentada a la mesa de la cocina. No recuerdo su aspecto, sólo que dije: «Buenos días, ¿cómo estás?», y ella contestó: «Mal». Confieso (con vergüenza) que aquella respuesta me molestó como si hubiera sido dicha adrede; en el fondo yo estaba un poco cansado de sus achaques y, de algún modo, pensaba que sufría porque quería. Puse un vaso sobre la mesa, cogí de la encimera un envase abierto, se lo mostré y le pregunté: «¿Esto es azúcar?», «¿A ver? Sí, azúcar», afirmó. Pero cuando fui a servirme la primera cucharada vi que era harina.

La trasladaron en ambulancia a la capital. Allí estaban los aparatos adecuados y trabajaban los mejores especialistas. La examinaron de urgencia. No tardaron mucho en comunicarnos el diagnóstico, que no podía ser peor: aneurisma cerebral; también se habló de infarto cerebral, de derrame cerebral, de una venita que se había reventado y había formado un coágulo (no sé nada de medicina, tal vez todo eso sea la misma cosa.)

Había que operarla a vida o muerte. A veces había yo imaginado situaciones fatales de este tipo, con el horror de saber que me sería imposible afrontarlas. Y ahora, ahí estábamos, mi padre, mi hermana y yo, con una calma impensable, organizándonos, dispuestos a asumir lo que fuese.

Le afeitaron la cabeza y luego se la abrieron para poder aspirar el coágulo del cerebro. La intervención salió tan bien que los médicos utilizaron la palabra milagro. Según ellos, estábamos ante un caso de cada mil.

Permaneció varios meses ingresada. Nos turnamos para estar con ella. Fue durísimo. Había que atarla a la cama para que no tirara de los cables de los goteros ni se quitara las agujas ni las vendas. Nos reconocía, no había perdido la memoria, pero en su cabeza había mucho desorden: preguntaba por personas que habían muerto hacía muchos años, quería manzanas al horno, hacía punto en el aire, hablaba de Granada; cosas así. Por lo demás, se le quedó una mirada de ojos abiertos que podía ser de pasmo, de sabiduría, de demencia, de ceguera, de introspección o de pánico. Temimos que no se quedara bien.

Pero poco a poco se fue pareciendo cada vez más a sí misma. O nosotros nos fuimos acostumbrando a ella, olvidando a la que había sido. Quizá un poco de ambas cosas.

Llevó gorro hasta que le creció el pelo. La quise mucho entonces. Como es natural, todos (familiares, amigos, vecinos) estábamos muy pendientes de ella, atentos a una posible recaída y a las molestias que siguieron a la operación, entregados con gusto a hacerle pasar la convalecencia lo mejor posible.

Pasado un año aparecieron nuevas secuelas. Por lo visto —hablo de oídas—, las altas dosis de cortisona que le administraron pudieron desencadenar un proceso de obesidad unido a otro de desgaste de huesos, que se cebó en las rodillas. Condenada entonces a pasar la mayor parte del tiempo sentada, se abandonó. La falta de ejercicio aceleraba la obesidad y la obesidad creciente hacía difícil el ejercicio. Todo, en suma, conducía a la apatía.

Siempre había sido una buena lectora, pero ahora que tenía todo el tiempo del mundo, no quería saber nada de libros; pasaba el día fumando, bebiendo café y completando sopas de letras. Era incapaz de cuidarse ni de dejarse cuidar; muchos disgustos nos costó el hecho de intentar que cambiara de actitud y de hábitos. En ese sentido, se había vuelto intratable.

Llegó un momento en que apenas podía andar, cada paso iba seguido de un grito de dolor: literalmente, se quedó sin rótulas. Después de un penoso errar por clínicas y hospitales, le implantaron dos prótesis.

El dolor cesó y la recuperación no fue mal: primero con dos muletas, luego con una, y, algunos trechos (dentro de casa), cuando se sentía con confianza, con ninguna. Era una fiesta, como cuando los niños pequeños dan sus primeros pasos. Pero su tendencia seguía siendo permanecer sentada, con el tabaco, el café y las sopas de letras. De hecho, cuando se acostaba, tenía dificultades para respirar, y rara vez podía dormir más de una hora seguida. Por eso, sentada en la silla, daba cabezadas continuamente, volcando sin darse cuenta el vaso de café o soltando el cigarro encendido. Así, entre unas cosas y otras, pasaron nueve años, en los que a pesar de todo tampoco faltaron, por qué no decirlo, algunas alegrías.

Al cabo de esos años, la silla resbaló una noche y dio con ella en el suelo. A causa de la caída se hizo una fisura en el codo. No le enyesaron el brazo, tan sólo le pusieron un cabestrillo y le mandaron unos ejercicios, que, con la supervisión de un fisioterapeuta, debía hacer a diario en una sala del ambulatorio. Yo la llevaba y la traía todas las tardes en el coche. Una de estas tardes, al llegar a casa, vimos que unas vecinas estaban pintando el zaguán. Ella, señalando el bar de enfrente, les dijo: «Venga, chicas, que os invito a un café». Pero realmente estaban pintando el zaguán. Fue entonces: algo como una sábana transparente, enorme, descendió y cubrió la escena, haciéndola difusa y vibrátil, duradera y significativa. Un instante que puedo revivir cuando se me antoja, como si el tiempo, sin poder pasar por encima de él, hubiera hecho un meandro. Tras la negativa de las vecinas al café, hubo esa pausa en que todo cobró un aura temblorosa y yo me noté muy alto, y ella no insistió, inmediatamente cambió de propósito, hizo una mueca, sus pasos cortos hacia el bar, la muleta, el bolso, el brazo roto, me inundaron de paz; la renuncia (la renuncia por imposición, más que por devoción ascética) era el gesto más verdadero y maravilloso al que podía aspirar un ser humano.

A los dos días, de repente, tuvo una crisis respiratoria. Fuimos corriendo al hospital. Enseguida se la llevaron pasillo adentro. Unas horas más tarde nos avisaron: la habían trasladado a la UVI. Llamé por teléfono a mi hermana, que por entonces ya llevaba varios años de casada, la informé de todo y la convencí de que no viniera. Minutos después, el médico nos mandó llamar a mi padre y a mí para decirnos que había complicaciones muy serias; de momento, la respiración asistida no daba el resultado deseable, además, algunos órganos vitales estaban fallando. Añadió que haría lo posible, que iba a velar pendiente de la evolución minuto a minuto durante toda la noche, e insistió varias veces, contradiciéndonos, en que era inútil que permaneciéramos allí, mejor irse a casa tranquilos y volver a primera hora de la mañana; si antes había alguna novedad nos llamarían.
Una vez en casa, me senté al lado del teléfono, deseando que no sonara, imaginando que por la mañana nos presentábamos en el hospital y nos decían que la cosa había mejorado. Mi padre se tumbó en el sofá, delante de mí. Encendí la lámpara, cogí de la mesa un libro de sopas y lo hojeé. Cada página contenía una, y las que estaban hechas o empezadas aparecían salpicadas de manchas de café y de quemaduras de cigarro. Entre ellas, las había sin hacer, sin llagar, pues se saltaba las que, a un primer vistazo, no le gustaban. Me di cuenta de que había un trozo de libro intacto, y pensé que tantas páginas seguidas que no le habían gustado eran demasiadas y que, por lo tanto, debían tener algo en común. Así era: las palabras que había que buscar eran partes de un algo: de un árbol, de un reloj, de un ordenador, de un río, etc. Me pasé un rato explicándome el porqué de ese rechazo por las partes. Después cogí un bolígrafo y empecé a hacer la del reloj. Pero, sobre las tres, sonó el teléfono. Me pareció que mi padre saltó del sofá por lo menos un segundo antes del primer tono. Al punto de descolgar, supuse que llevaba varias horas muerta, que ya lo estaba cuando el médico nos dijo que iba a velar pendiente de la evolución minuto a minuto durante toda la noche, y que nos había preparado para darnos la noticia; y otra vez me noté muy alto, más alto incluso que hacía un par de días mientras las vecinas pintaban el zaguán, y pude ver el curso de los últimos diez años y una multitud de meandros en él.

LA INDIA

Estoy en la India, por fin. Ha sido más fácil de lo que creía: no ha pasado ni un minuto desde que le he cogido la bicicleta a mi abuelo, y eso a pesar de que no llego a los pedales. Pero mi abuelo debe haber instalado un motor en la cadena para que vayan solos.
Dejo la bici junto a un árbol y, antes de seguir a pie, la limpio bien con la manga de la camisa, me la quito y la dejo plegada sobre el sillín. Me acerco a un cartel que dice: “Bosques de Brinda”. En menos de lo que cuesta decirlo, ya estoy rodeado de árboles y plantas de toda clase, pero no se oye ni un mosquito. Recuerdo entonces que mientras limpiaba la bici un momento antes había reparado en que mi abuelo había instalado también un silenciador junto al motor. Debo avanzar más para poder oír algo.

Camino de lado porque no tengo un machete con que abrirme paso entre tanta vegetación. Me lo tomo como un ejercicio gimnástico y avanzo a bastante velocidad. En esto, veo que alguien viene corriendo hacia mí. Es Michael Caine. Al rebasarme me dice: “ya soy rey”. Detrás de él, viene Sean Connery, que pasa de largo sin decirme nada. Y detrás, Kipling, que me indica una dirección con el pulgar. Me dirijo hacia allí contento de que el silenciador de mi abuelo ya no hace efecto, pues he oído perfectamente el mensaje de Michael Caine; pero, ¿por qué no han querido hablarme Sean Connery y Kipling?

Llego a orillas de un río donde están Mowgli y Baloo chapoteando. Definitivamente oigo. El azul Krishna, en medio de la selva, sopla en su clarinete la hermosa pieza que compuso Enio Morricone para “La misión”. Mi madrina Bagheera, la pantera negra, observa a Mowgli, protectora, desde la rama de un árbol, bajo el que John Lennon, guitarra en mano, musita su mantra: eye-ing, eye-ing, eye-ing, eye-ing, y ensaya los primeros acordes de la dulce Dear Prudence. Gandhi, de pie ante él, tiene los pliegues de su sari repletos de piedras preciosas que ha sustraído de las bridas de los elefantes, pero se quita las gafas y las deja en el sombrero de Lennon, que levanta la vista y repite: eye-ing, eye-ing, eye-ing... MCartney persigue de árbol en árbol a Bagheera, que no me quita los ojos de encima. Mowgli ha desaparecido y ahora es Ringo el que juega con Baloo. Bajo otro árbol, Rabí Sankar enseña a George a tocar el sitar. Alguien me toca el hombro. Es Rabindranaht Tagore, que ha venido a explicarme que fue él, y no Morricone, quien le puso el mote a Gandhi, y que no hubo nada malo entre éste y su sobrina. Luego me invita a ir con él río abajo. “Dile a tu madrina que estás en buenas manos”, me dice. Le hago a Bagheera un gesto de aprobación con el pulgar; enseguida se vuelve y le arranca las zapatillas a Paul (que ahora es Dragó) y se los come. Ya verás, me dice Tagore (que ahora es Michael Caine), Sandokan ha capado a Shere Kahn, y ahora es el lazarillo de Borges, el lazarillo que Borges soñó. Michael Caine (que ahora es Somerset Maugham) dice que lo siente por mi bicicleta, que Sean Connery se la ha llevado para devolvérsela a mi abuelo (que es John Huston). Pero tranquilo, no te preocupes, que yo te enseñaré La India (ahora es Hermann Hesse quien habla).