domingo, 14 de diciembre de 2008

MEANDROS

Mario salía de casa a la hora de la siesta, cuando todo el barrio, excepto Ratavieja, se escondía del calor y hacía la digestión. Ratavieja era un vecino que paseaba calle arriba y calle abajo, las manos atrás, lo que durara el cigarro en su boca. Antes o después, pasaba un coche verde.

Mario vagaba de un lado a otro, buscaba cuerdas, palos y cartones, miraba a través de las vallas y por rendijas, se asomaba a las alcantarillas, trepaba a los enrejados y saltaba, seguía a Ratavieja, se sentaba en las aceras y en los umbrales y con algún canto o hierro grababa mensajes en las paredes y los suelos. Nada se oía detrás de las puertas, a no ser el arrullo de una televisión en voz baja. Durante unas horas, el mundo estaba quieto y se dejaba coger desprevenido, unas horas en suspenso en las que cualquier cosa era posible, incluso obtener algo —un secreto, un tesoro— de aquellos tontos pasatiempos.

El coche verde desaparecía enseguida, pero el ruido de su motor, acuático como unas gárgaras, tardaba en apagarse del todo: quedaba un silbido o hilo que Mario podía seguir hasta donde quisiera, aunque también podía, sin moverse, intuir y trazar esa trayectoria, que, a pesar de sus muchos meandros (o debido a ellos), cabía en la superficie de un adoquín. Es más, prefería quedarse donde estaba porque cada vez que se alejaba demasiado tenía problemas con Ratavieja, que le amenazaba con contárselo a su madre.

También Mario tenía un par de cosas que decirle a la madre de Ratavieja, pero había muerto el siglo pasado. Una vez, por ejemplo, lo había visto cruzar la calle sin mirar justo cuando pasaba el coche verde, que, en lugar de frenar o dar un volantazo, lo atravesó como si fuera un fantasma.

*

Por fin cesaba el ruido del motor y del coche bajaba un joven bien vestido. Mientras andaba hacia su casa se iba quitando la corbata, volcando en ese gesto —sin dejar de ser consciente, por otra parte, de que al hacerlo estaba imitando a alguien, no sabía a quién— todo el alivio que sentía por haber terminado su jornada. Una vez dentro, se descalzaba, se dirigía a la cocina, abría la nevera y cogía un refresco, que se tomaba, repantigado y aparentemente satisfecho, en el sillón del comedor. Pero no estaba contento.

Cerraba los ojos y reflexionaba. Aunque le había costado mucho esfuerzo ganar ese puesto de trabajo, que ahora le permitía pagar el coche y la casa, algo le decía que estaba echando a perder su vida. Por lo demás, le seguía atormentando el recuerdo de Claudia, con la que había roto unos meses atrás. Desde entonces, había superado, a duras penas, varias de las fases características de los desengaños, pero ninguna le había costado tanto como la que ahora atravesaba: se percibía a sí mismo como un intruso en el mundo, porque todo lo que había compartido con ella era ella o, de algún modo, propiedad de ella: calles, bares, ciudades, comidas, personas, palabras, música, cine, libros, pensamientos... incluso su propio cuerpo.

*

Mario dejaba de garabatear el adoquín, importunado por una mala mirada de Ratavieja. De golpe, saltaba del suelo, corría hacia su casa y atravesaba la puerta con el grito de “¡Mamá!, ¿hay limonada?” Su madre, acostumbrada a estas irrupciones, no se inmutaba.

—A ver, ven aquí —le decía al niño en un tono cómplice. Y cuando lo tenía al alcance de la mano lo agarraba y le daba una zurra por cada sílaba que iba diciendo, y eran más fuertes las zurras de las sílabas tónicas— : No, no hay li-mo-na-da. ¿Y có-mo ten-go que de-cir-te que no sal-gas a la ca-lle des-cal-zo? ¿Eh? ¿Có-mo ten-go que de-cír-te-lo?

A Mario tampoco le molestaban demasiado esos arrebatos. Como si nada hubiera pasado, entraba en la cocina, abría la nevera y se servía un vaso de agua fría, que bebía de un trago. Luego se sentaba al lado de su madre, alrededor de una mesa camilla a la que habían levantado las faldas para que corriera el aire. Ella leía el periódico con atención. Pero por muchas noticias que allí hubiera, Mario sentía que la vida no era ellas, que la vida, inexplicablemente, estaba más en las páginas mismas, en sus colores, en su olor, en sus rugosidades y matices, en su sonido al pasarlas, en su peso sobre la mesa.

*

Pasaba los dedos por los pliegues de la corbata como buscando en ellos una solución. No es que odiara su trabajo, pero fantaseaba con dejarlo un día. Todavía era joven y estaba a tiempo de reaccionar. Si no lo hacía ¿qué podía esperar? ¿Envejecer lentamente y pagar deudas? ¿Engordar y dejarse la salud y el cerebro en el trabajo? No, por favor: eso es lo que odiaba, y le aterrorizaba. Todavía estaba a tiempo. Todavía era posible hacer ese viaje alrededor del mundo, escribir esa novela, vivir a su modo. Pero hasta entonces esas cosas no habían pasado de promesas a sí mismo, y temía que cada vez estaba más lejos de cumplirlas. Le parecía que se iba conformando con sólo tenerlas en la cabeza, como simples posibilidades, vagos proyectos, en realidad, de los que poco cabía fiarse. Pensándolo bien, para mayor vergüenza, no habían sido promesas sólo hechas a sí mismo, sino prácticamente a todo el mundo (más bien presunciones), pero sobre todo a Claudia, a quien había perdido, no por no cumplir lo que se dice, como debe ser, sino por el miedo de ella a que lo cumpliera de verdad. Todos sus amigos habían cambiado hacía mucho tiempo el sueño de una vida extraordinaria por la realidad de una vida corriente; ahora perdían sus energías en buscar la mejor hipoteca, en estar al día de todo, en ir a la moda, en casarse y tener hijos. Pero, en realidad... ¿quién era él para juzgar a los que no parecían necesitar nada más, a los que no soñaban, como él, con una vida extraordinaria, a los que estaban contentos como estaban y gustaban de los viajes organizados y los parques de atracciones, a los que pensaban en casarse y tener hijos? ¿No sería que, simplemente, tenían gustos sencillos; que, como los grandes sabios, se conformaban con poco; que la vida ya era de por sí extraordinaria? Sin embargo, le parecía (le seguía pareciendo a pesar de todo) que sus amigos no estaban sembrando más que infelicidad. Porque no es ya que hubieran renunciado a una vida exótica o rica en aventuras (eso, en el fondo, era lo de menos), sino que, sin darse cuenta, estaban perdiendo (o vendiendo) la oportunidad de vivir una vida sincera. Y eso, tarde o temprano, les sumiría en un malestar que no se explicarían, les enredaría en una serie de absurdas complicaciones imposibles de resolver, les traería, en fin, una crispación y una insatisfacción de las que ya jamás se librarían. ¿Iba él por ese camino? ¿Había venido al mundo para eso? Tenía que evitarlo como fuera. No podía rendirse. No podía seguir postergando las cosas. Lo difícil sería empezar, pero una vez dado el primer paso bastaría con dejarse llevar. ¿Qué podía perder? ¿El trabajo, la casa y el coche? ¿No había perdido ya a Claudia?

Con ella a su lado, estaba seguro, todo sería más fácil; ella encarnaba el impulso que ahora le faltaba, el remedio contra todos sus miedos. Pero desde que habían roto no se atrevía a nada. Lo único que de verdad le apetecía era estarse quieto, porque cualquier cosa que hacía le llevaba a revivir con una intensidad insoportable momentos pasados, como si no hubieran dejado de ocurrir, como si el tiempo, sin poder pasar por encima de ellos, hubiera hecho meandros para seguir su curso.

*

Mario se calzaba unas zapatillas y salía otra vez a la calle. Se había propuesto leer todas las inscripciones y pintadas, incluidas las suyas, que había en las paredes. El periódico de su madre no era nada comparado con eso. Empezaba por la última casa —como su madre, que lo hacía por la última página— y seguía en zigzag, saltando de acera en acera como un cartero ortodoxo. Así, por otra parte, le era más fácil evitar a Ratavieja, que en verano siempre iba y venía por el lado en sombra. No se limitaba a leer las palabras sin más, sino que hacía interpretaciones y establecía relaciones entre ellas, de modo que cuando terminaba el recorrido poseía un conocimiento concreto, que muchas veces era una indicación sobre el próximo paso a seguir. En este caso, si era necesario alejarse del barrio, esperaba a que Ratavieja le diera la espalda para echar a correr.

*

Tuvo una pesadilla en la que era escritor. Un escritor ya maduro que, a pesar de haber dado la vuelta al mundo (o debido a ello), no distinguía si la realidad había sido la fuente de su obra o si, por el contrario, la imaginación era el verdadero origen de la realidad. Ambas sospechas tuvieron siempre sus partidarios, entre los cuales, para complicar más las cosas, los había reales y ficticios. Así, existían dos grupos que se batían a muerte en el comedor de la casa de sus padres. Pero, en la misma batalla, no había quien no cambiara fácilmente de bando dos o tres veces, de modo que al final todos se mataban entre sí: allí estaban Don Quijote, Platón, Alfanhuí, Alicia, San Juan, Aristóteles, Velázquez, Galdós y Marilyn, cuya arma secreta consistía en sonreír y echar a volar su falda blanca, tal y como hacía sobre la trampilla del metro (para que corriera el aire) en la famosa escena de la película. El sueño, en fin, terminaba en un baño de sangre, pero era carmín.

De esa famosa escena de Marilyn tenía un facsímil casi de tamaño natural, acristalado, enmarcado y colgado en la pared de enfrente del sillón. Tiempo atrás, en ese mismo sillón, Claudia le había dicho en broma que estaba celosa. Ahora, enfangado como un sedimento, revivía por enésima vez aquel instante. Luego se castraba —aquello no tenía otro nombre— para que todo, al menos durante unos segundos, le fuera indiferente. No buscaba placer, sino directamente la ausencia de todo sentimiento.

Era obvio que tardaría algún tiempo en dar un paso en firme. Lo mejor sería, pues, seguir como hasta ahora. Asistir al trabajo, tratar de hacer bien las cosas, llevarlo todo, en fin, de la mejor manera posible. Y esperar. Tarde o temprano llegaría el día en que se viera capaz de tomar decisiones serias. Tal vez, pensaba, ahora era el momento para empezar a escribir. Al menos crearía una historia a su gusto, una historia en la que no fuera un intruso. Una historia que, con el tiempo, quizá se hiciera carne.

Abría los ojos, cogía la corbata y los zapatos y se dirigía al dormitorio. Era necesario ponerse cómodo. Una vez en pijama —si el oficio de escritor requiere llevar puesto un uniforme es el pijama—, se sentaba a la mesa, preparaba los folios, empuñaba un bolígrafo y pensaba en la primera frase. Pero entonces llamaban al timbre.

—Usted no sabe quien soy —era Mario, que a veces hablaba como en las películas.
—¿Te has perdido?
—No.
—¿Quién eres? ¿Quieres algo?
—Ayudarle. Debemos salir de aquí. Vístase, tal vez ya sea demasiado tarde.
—¿Ayudarme? ¿Qué dices? Mira, niño, vete a molestar a otro sitio, ¿sí?
—Por favor, tiene que escucharme.

Pero el hombre, nervioso, daba un portazo y volvía a lo suyo. Mario llamaba dos o tres veces más, sin obtener respuesta.

*
El cigarro de Ratavieja se consumía al fin.

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