domingo, 14 de diciembre de 2008

MEANDROS IV

He terminado la primera parte. Ahora lleva unos días reposando. Quiero tomar distancia porque en la segunda va a haber un cambio de tono y de tiempo verbal y tengo que hacerme el cuerpo a ello. Escribo a mano, en aquel sitio bajo la Alhambra. Ya sabes que en las bibliotecas no puedo concentrarme, y en el piso, los compañeros arman demasiado jaleo. Jaime, el de Valladolid, siempre tiene puesta esa maldita música, y Alberto, el de la barba, se trae a la novia día sí y día también, se encierran en su habitación y se pasan todo el rato dale que te pego, y a mí se me llevan todos los diablos. Qué puedo decirle, si nosotros hacíamos lo mismo. Ayer, sin ir más lejos, estaba comiendo y empezaron. Tuve que salir pitando de casa y estuve más de dos horas dando vueltas por ahí. ¿Te acuerdas del perro lobo? Pues creo que lo vi en la calle, paseando con su dueña. Vamos, yo diría que era él, no me lo había imaginado de otra manera: grande, marrón y buenazo. Además, los seguí hasta que se metieron en una casa del barrio, de modo que sí, seguro que era él. Sigue aullando cuando pasa la policía o la ambulancia con las sirenas puestas. Estoy convencido de que esos aullidos, en el fondo, significan algo. El pobre confunde las sirenas con su manada, de acuerdo, y ninguno de los suyos le oye ni le contesta, pero yo, que en principio no pinto nada en el asunto, sí que le presto atención, y gracias a eso se me quita el susto por lo que puede haber pasado. Es que mi pueblo era tan pequeño como para asustarse de verdad cuando sonaban sirenas, y no me acostumbro. Aquí, ya sabes, suenan más de diez veces al día. El caso es que la actitud del perro en ese momento, sus aullidos que no oye quien él cree pero yo sí, le restan gravedad a todo, se me hacen más importantes que las desgracias que imagino dentro de esas ambulancias que pasan. No me digas que no somos iguales que ese perro. Cuántas veces nos habremos alegrado o entristecido por cosas que no eran lo que parecían; cuántas habremos actuado movidos por falsos estímulos; cuántas más habremos gritado en el desierto. Y, sin embargo, es posible que nada de eso caiga en saco roto: quién le iba a decir al perro que sus aullidos me harían comprender esas cosas.

Poco más que no sepas puedo contarte. Bueno, que he quedado finalista en un concurso de cuentos de un periódico de la provincia. Son cuentos de un folio y han recibido también más de mil, incluso de dos mil. Ya veremos. El mío trata de aquel periquito que de pequeño me regalaron mis padres. Te hablé de él más de una vez. Como sabes, lo trajeron recién nacido, y ya el primer día lo saqué de la jaula para jugar con él; después lo domestiqué y todo eso. Lo que nunca te he contado es que con el tiempo se acostumbró tanto a mí que, cuando le crecieron las plumas, se acomodaba en mi mano como incubando un huevo y se restregaba. Su cola parecía la escobilla de un limpiaparabrisas, izquierda, derecha, izquierda, derecha, primero despacito y luego a mucha velocidad, como si la lluvia no dejara ver la carretera. En ese punto emitía pitidos que no eran propios de él, más bien sonaban a un cascabel dentro de una cueva. En fin, con esas palabras lo he expresado en el cuento. También es todo ficción, por supuesto.

Me pregunto qué no lo es. Mira qué frase me he aprendido del viejo Jean: “Nada es verdad, excepto lo que no se dice”. ¿A que es buena? Si pudiéramos hacer un repaso a todo lo que nos hemos dicho, ¿saldríamos ganando o perdiendo? Imposible saberlo. Muchas veces he pensado que todo se tuerce a fuerza de hablar de cosas serias, cosas que puedan comprometerle a uno. Lo ideal es saltar de las banalidades a la metafísica, y viceversa; entretanto, si acaso, olernos y comentar el paisaje. En lo demás, lo mejor es no decir nada, hacer que todo sea como ese juego de cartas en el que está prohibido hablar con tu compañero y si te pillan haciendo un signo, pierdes la partida. Pero uno sabe todo lo que el otro no le dice. A partir de ahora, si te parece bien, podríamos comunicarnos así, sin decirnos más nada.

No te digo, por ejemplo, que aún me cuesta creer lo que ha pasado. Es evidente que la culpa que dijiste tener al poco de empezar con él se salía por los lados a cada abrazo que os dabais, chorreaba y luego se secaba, como si fuerais un bocadillo con exceso de salsa. Me he roto la cabeza imaginándolo y tratando de comprenderlo. Al final, se me ha ocurrido pensar en la manera de ser de ciertos animales, como el perro lobo o el periquito, que se acercan y son amorosos con cualquier persona que sea buena con ellos; quizá porque su memoria es corta, pueden sustituir a alguien (su dueño de toda la vida, digamos) que ha sido lo más grande para ellos por otro que acaban de conocer, entregándose con la misma intensidad, con la misma pureza, con la misma dulzura y el mismo calor. Pero es seguramente ese parecido tuyo con los animales lo que te hace encantadora. La fascinación que sientes ante cualquier cosa, y tu falta de prejuicios, y esa manera de estar contenta, que sólo te falta mover la colita. Lo mismo pasa con tu literatura: la llaneza y la sinceridad con que escribes es lo que la hace brillar tanto.

No te digo, también, que me gustaría ser como tú. Pero, por desgracia, mi memoria no es como la de los animales. Tampoco como la de las personas. Pensándolo bien, ni siquiera se le puede llamar memoria, porque no es que me pare a recordar cosas sin más, es que, sin querer, hay momentos que de golpe revivo, como si el tiempo, sin poder pasar por encima de ellos, hubiera hecho meandros. Aunque tú no me ves, yo estoy colgando el abrigo en el respaldo de la silla que tienes junto a la ventana; o estoy en Burgos preguntando por la calle Laín Calvo... en fin, etcétera: el curso de los últimos años es muy ondulado.

Se está haciendo de noche y se me hielan las manos. El otro día me puse unos guantes, pero con ellos no se puede escribir. No te digo lo que echo en falta tus estufas. Cerca del puente hay un muchacho extranjero tocando la guitarra y no sé cómo se las apaña. Tengo ganas de que llegue el verano. Cuando monten las terrazas, me sentaré más a menudo a una mesa. Ahora ni se me pasa por la cabeza entrar en las cafeterías, están demasiado llenas. Aún así, y pese a ser martes, hay un montón de gente por aquí. Los microbuses que suben a las Cuevas se abren paso a codazos, pero nadie tiene miedo de que lo atropellen. Yo estoy en el murete, frente a la casa embrujada. Es el mejor sitio para sentarse porque no llega el olor a meado. Sin embargo, ambos extremos están ocupados; solos, en pareja o en grupo, los estudiantes son más callejeros que los gatos. Es curioso que, salvo la de algún buscavidas, nunca me encuentre aquí con ninguna cara conocida. Claro, vienen de todo el mundo. Seguro que el muchacho de la guitarra es de un país más frío que el nuestro y siempre tiene las manos calientes. La Alhambra sigue donde siempre, también el tiempo hizo un meandro a su alrededor. Pero qué te voy a contar de Granada.

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