sábado, 13 de diciembre de 2008

MEANDROS V

«Tranquila, que ya sé lo que es, tranquila, que ya sé lo que es», decía el doctor Arnau mientras escribía la receta, «ahora te tomas esto, descansas un poco y en un rato estás como nueva». El dolor había aparecido de golpe, justo al abrir con los dientes una bolsa de rosquillas, y, además, iba acompañado de náuseas. Pero las palabras del doctor, que llevaba años tratando a toda la familia, nos tranquilizaron. Quién sino él podía saber lo que era aquello.

Pese a tomarse la medicina y descansar, su estado empeoró durante la tarde. Saltaba a la vista, por la forma de los quejidos, que esta vez no podía tratarse de una simple jaqueca. Asustados, decidimos ir directamente al hospital, donde, tras de reconocerla y ponerle una inyección, nos mandaron a casa. Después de todo, la cosa no parecía grave, así que nos acostamos.

A la mañana siguiente, cuando fui a desayunar, la encontré sentada a la mesa de la cocina. No recuerdo su aspecto, sólo que dije: «Buenos días, ¿cómo estás?», y ella contestó: «Mal». Confieso (con vergüenza) que aquella respuesta me molestó como si hubiera sido dicha adrede; en el fondo yo estaba un poco cansado de sus achaques y, de algún modo, pensaba que sufría porque quería. Puse un vaso sobre la mesa, cogí de la encimera un envase abierto, se lo mostré y le pregunté: «¿Esto es azúcar?», «¿A ver? Sí, azúcar», afirmó. Pero cuando fui a servirme la primera cucharada vi que era harina.

La trasladaron en ambulancia a la capital. Allí estaban los aparatos adecuados y trabajaban los mejores especialistas. La examinaron de urgencia. No tardaron mucho en comunicarnos el diagnóstico, que no podía ser peor: aneurisma cerebral; también se habló de infarto cerebral, de derrame cerebral, de una venita que se había reventado y había formado un coágulo (no sé nada de medicina, tal vez todo eso sea la misma cosa.)

Había que operarla a vida o muerte. A veces había yo imaginado situaciones fatales de este tipo, con el horror de saber que me sería imposible afrontarlas. Y ahora, ahí estábamos, mi padre, mi hermana y yo, con una calma impensable, organizándonos, dispuestos a asumir lo que fuese.

Le afeitaron la cabeza y luego se la abrieron para poder aspirar el coágulo del cerebro. La intervención salió tan bien que los médicos utilizaron la palabra milagro. Según ellos, estábamos ante un caso de cada mil.

Permaneció varios meses ingresada. Nos turnamos para estar con ella. Fue durísimo. Había que atarla a la cama para que no tirara de los cables de los goteros ni se quitara las agujas ni las vendas. Nos reconocía, no había perdido la memoria, pero en su cabeza había mucho desorden: preguntaba por personas que habían muerto hacía muchos años, quería manzanas al horno, hacía punto en el aire, hablaba de Granada; cosas así. Por lo demás, se le quedó una mirada de ojos abiertos que podía ser de pasmo, de sabiduría, de demencia, de ceguera, de introspección o de pánico. Temimos que no se quedara bien.

Pero poco a poco se fue pareciendo cada vez más a sí misma. O nosotros nos fuimos acostumbrando a ella, olvidando a la que había sido. Quizá un poco de ambas cosas.

Llevó gorro hasta que le creció el pelo. La quise mucho entonces. Como es natural, todos (familiares, amigos, vecinos) estábamos muy pendientes de ella, atentos a una posible recaída y a las molestias que siguieron a la operación, entregados con gusto a hacerle pasar la convalecencia lo mejor posible.

Pasado un año aparecieron nuevas secuelas. Por lo visto —hablo de oídas—, las altas dosis de cortisona que le administraron pudieron desencadenar un proceso de obesidad unido a otro de desgaste de huesos, que se cebó en las rodillas. Condenada entonces a pasar la mayor parte del tiempo sentada, se abandonó. La falta de ejercicio aceleraba la obesidad y la obesidad creciente hacía difícil el ejercicio. Todo, en suma, conducía a la apatía.

Siempre había sido una buena lectora, pero ahora que tenía todo el tiempo del mundo, no quería saber nada de libros; pasaba el día fumando, bebiendo café y completando sopas de letras. Era incapaz de cuidarse ni de dejarse cuidar; muchos disgustos nos costó el hecho de intentar que cambiara de actitud y de hábitos. En ese sentido, se había vuelto intratable.

Llegó un momento en que apenas podía andar, cada paso iba seguido de un grito de dolor: literalmente, se quedó sin rótulas. Después de un penoso errar por clínicas y hospitales, le implantaron dos prótesis.

El dolor cesó y la recuperación no fue mal: primero con dos muletas, luego con una, y, algunos trechos (dentro de casa), cuando se sentía con confianza, con ninguna. Era una fiesta, como cuando los niños pequeños dan sus primeros pasos. Pero su tendencia seguía siendo permanecer sentada, con el tabaco, el café y las sopas de letras. De hecho, cuando se acostaba, tenía dificultades para respirar, y rara vez podía dormir más de una hora seguida. Por eso, sentada en la silla, daba cabezadas continuamente, volcando sin darse cuenta el vaso de café o soltando el cigarro encendido. Así, entre unas cosas y otras, pasaron nueve años, en los que a pesar de todo tampoco faltaron, por qué no decirlo, algunas alegrías.

Al cabo de esos años, la silla resbaló una noche y dio con ella en el suelo. A causa de la caída se hizo una fisura en el codo. No le enyesaron el brazo, tan sólo le pusieron un cabestrillo y le mandaron unos ejercicios, que, con la supervisión de un fisioterapeuta, debía hacer a diario en una sala del ambulatorio. Yo la llevaba y la traía todas las tardes en el coche. Una de estas tardes, al llegar a casa, vimos que unas vecinas estaban pintando el zaguán. Ella, señalando el bar de enfrente, les dijo: «Venga, chicas, que os invito a un café». Pero realmente estaban pintando el zaguán. Fue entonces: algo como una sábana transparente, enorme, descendió y cubrió la escena, haciéndola difusa y vibrátil, duradera y significativa. Un instante que puedo revivir cuando se me antoja, como si el tiempo, sin poder pasar por encima de él, hubiera hecho un meandro. Tras la negativa de las vecinas al café, hubo esa pausa en que todo cobró un aura temblorosa y yo me noté muy alto, y ella no insistió, inmediatamente cambió de propósito, hizo una mueca, sus pasos cortos hacia el bar, la muleta, el bolso, el brazo roto, me inundaron de paz; la renuncia (la renuncia por imposición, más que por devoción ascética) era el gesto más verdadero y maravilloso al que podía aspirar un ser humano.

A los dos días, de repente, tuvo una crisis respiratoria. Fuimos corriendo al hospital. Enseguida se la llevaron pasillo adentro. Unas horas más tarde nos avisaron: la habían trasladado a la UVI. Llamé por teléfono a mi hermana, que por entonces ya llevaba varios años de casada, la informé de todo y la convencí de que no viniera. Minutos después, el médico nos mandó llamar a mi padre y a mí para decirnos que había complicaciones muy serias; de momento, la respiración asistida no daba el resultado deseable, además, algunos órganos vitales estaban fallando. Añadió que haría lo posible, que iba a velar pendiente de la evolución minuto a minuto durante toda la noche, e insistió varias veces, contradiciéndonos, en que era inútil que permaneciéramos allí, mejor irse a casa tranquilos y volver a primera hora de la mañana; si antes había alguna novedad nos llamarían.
Una vez en casa, me senté al lado del teléfono, deseando que no sonara, imaginando que por la mañana nos presentábamos en el hospital y nos decían que la cosa había mejorado. Mi padre se tumbó en el sofá, delante de mí. Encendí la lámpara, cogí de la mesa un libro de sopas y lo hojeé. Cada página contenía una, y las que estaban hechas o empezadas aparecían salpicadas de manchas de café y de quemaduras de cigarro. Entre ellas, las había sin hacer, sin llagar, pues se saltaba las que, a un primer vistazo, no le gustaban. Me di cuenta de que había un trozo de libro intacto, y pensé que tantas páginas seguidas que no le habían gustado eran demasiadas y que, por lo tanto, debían tener algo en común. Así era: las palabras que había que buscar eran partes de un algo: de un árbol, de un reloj, de un ordenador, de un río, etc. Me pasé un rato explicándome el porqué de ese rechazo por las partes. Después cogí un bolígrafo y empecé a hacer la del reloj. Pero, sobre las tres, sonó el teléfono. Me pareció que mi padre saltó del sofá por lo menos un segundo antes del primer tono. Al punto de descolgar, supuse que llevaba varias horas muerta, que ya lo estaba cuando el médico nos dijo que iba a velar pendiente de la evolución minuto a minuto durante toda la noche, y que nos había preparado para darnos la noticia; y otra vez me noté muy alto, más alto incluso que hacía un par de días mientras las vecinas pintaban el zaguán, y pude ver el curso de los últimos diez años y una multitud de meandros en él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario