domingo, 14 de diciembre de 2008

MEANDROS III

Aunque tú no me ves, yo estoy colgando el abrigo en el respaldo de la silla que tienes junto a la ventana. Acabamos de llegar a tu casa después de andar todo el día de un lado a otro. Hace rato que llueve. Si estamos empapados y helados ya nos da lo mismo. Te has adelantado y has encendido la luz del comedor. Yo me he quedado mirando el pequeño árbol de navidad que has puesto junto al sofá. Mientras me quito el abrigo das unos pasos más hasta las cortinas y las cierras de un tirón. Ahora, cuando lo estoy colgando en el respaldo de la silla, dices esto: “¿A que es bonito?”

He construido versiones de esta tarde a partir de este momento total, cuya duración (no acabó nunca) me ha permitido luego construir versiones a tiempo histórico de los días, los meses, y los años sucesivos: digamos que, sin salir de aquí, y ahora, las he vivido una tras otra. Pero sólo una pudo ser, y saberla, además de apenarme, es lo que más tiempo me ha llevado. (Es un suplicio decir la palabra tiempo, y también emplear verbos y adverbios.)

De modo que debí (pero nada de esto ocurrió) colgar el abrigo en el respaldo de tu silla. Había visto el árbol cuando entramos en el comedor, y me había llamado la atención porque todavía estábamos a principios de noviembre. Además, era pequeño, incluso para ser un árbol de navidad, y estaba tan sólo adornado con bolas plateadas, como un árbol de escaparate. Pero al decir tú, mientras yo colgaba el abrigo, “¿A que es bonito?” (después de eso no hubo nada más), al decirlo con esa verdad tímida, pero irrefutable, no sólo vi que sí, que lo era; es que lo percibí como un descubrimiento; con tanta claridad que me estremecí, y en ese instante, que se dilató como una cosa elástica, me sobró tiempo (¡ja!) para comprender lo que pasaba, para atar cabos y sentir que, como en esta clara ocasión, tú merodeabas a menudo, tal vez sin saberlo, un territorio al margen, imposible de descubrir, pero del que proceden descubrimientos y claridades; un territorio no tan innegable y rígido como una bola de navidad, sino demasiado ingrávido y débil como una burbuja. Incluso esta vez me llevaste, por momentos, contigo, y deseé no salir de allí dentro. Tanto fue así que a punto estuve de quedarme extasiado, sin poder colgar el abrigo.

Pero terminé de colgar el abrigo (mentira). Y te dije: “Qué pronto lo has puesto, si aún faltan casi dos meses para navidad”. “Ya –dijiste tú–, lo pongo por las niñas, que les hace ilusión. ¿Vamos a cambiarnos?” El invierno también se había adelantado. Aún así, habíamos estado paseando durante toda la mañana. Después fuimos a comer a un restaurante del centro. Al salir estaba lloviznando. Debimos creer que no nos mojaríamos, y me llevaste a conocer tus rincones favoritos del casco antiguo. Cuando quisimos darnos cuenta estábamos helados y empapados. Mi abrigo goteaba ahora en torno a la silla que tienes junto a la ventana (lo que luego debió sucedernos sólo cabe predecirse). Te lo llevaste a la cocina y lo extendiste, con el tuyo, sobre el tendedero plegable. Encendiste la calefacción. Yo quise fregar el charco, pero no me dejaste; querías que me duchara y me cambiara de ropa. Tuve que salir a buscarla al coche, donde me había olvidado la mochila con mis cosas. De nuevo el frío y la lluvia, que me sacudieron de tu casa al coche y del coche a tu casa, en vez de molestarme, no hicieron sino recordarme y aumentar el bienestar que venía sintiendo.

Apenas salí del cuarto de baño entraste tú. Me senté a esperarte en el sofá, al lado del árbol. Quizá las bolas eran demasiado grandes. El charco seguía en torno a la silla. No era propiamente un charco: la superficie que ocupaba la silla estaba seca, pero un fino círculo de agua la rodeaba. Fui hasta la cocina, busqué una bayeta y lo fregué. También fregué el reguero del pasillo y el charco (este sí) que se había formado bajo el tendedero; los abrigos ya no goteaban. Volví al sofá. Por fin viniste con tu bata verde, una manta y una bolsa de patatas. Buscaste el mando a distancia. Te acomodaste a mi lado. Anocheció enseguida: curiosamente, la madrugada anterior todo el país había retrasado una hora los relojes.

Nos vimos tres veces más. Empezaste a preocuparte por las cosas serias, o yo a descuidarlas, no sé: ahora sentía que tratabas de sacarme de aquel jardín que me descubriste, de cuya existencia no tengo dudas; ahora parecía que no te importaba, y con ello lo corrompías, lo asolabas. Aún mantuvimos un contacto telefónico que terminó por desvanecerse. Los años siguientes transcurrieron rapidísimos. El tiempo (qué tiempo) se apresura cuando deseamos acontecimientos imposibles. Nuestras vidas siguieron vertiginosamente cada una por su lado; no merece la pena detallarlas: como todo el mundo, fuimos felices y desdichados.
Todo esto no ocurrió nunca, pero tú no lo sabes.

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