domingo, 14 de diciembre de 2008

CADÁVER EXQUISITO

Ambos tenían el reloj parado a la misma hora. No era una coincidencia. Ni un capricho del destino. Ni si quiera una coincidencia real en las manecillas de sus relojes. Lo habían acordado, como un grupo de soldados de asalto cuyo jefe dice solemnemente: "sincronicemos nuestros relojes". Sólo que en este caso... ambos decidieron parar el tiempo para poder pasear por los meandros y así poder intercambiar sus propias ideas sin la necesidad de contaminarlas de realidad y experimentar más allá de las fuerzas de la naturaleza, donde ni el pasado, ni el presente, ni el futuro podrían intervenir en su imaginación, de esta manera el tiempo se paraba y vislumbraban la divinidad del otro haciendo partícipe de ello a la palabra "Namasté".

Y entonces todo surgió de repente, sin más, como si siempre hubiese estado presente, como si nada hasta entonces hubiera ocurrido, como si nada a partir de entonces hubiera de ocurrir, como una hoja en blanco que necesita de la tinta para vivir, de las historias para recrearse y sentir la mancha de una vida, de un sentimiento, de una necesidad, que iba creándose línea a línea, párrafo a párrafo, pero no minuto a minuto, ni día a día, porque sus relojes estaban parados: el tiempo no existía.

Les gustaba inventar una suerte de ritos mágicos con ayuda de los cuales se abrían paso en un territorio paralelo al de la vida cotidiana. Esta vez, mezclaron estos tres ingredientes en su particular crisol: meandros, namasté, y un reloj parado. En ellos, se hacía realidad la famosa pintada que rezaba: "la imaginación al poder". Hasta tal punto que, en el fondo de sus corazones, creían que alguna vez, tarde o temprano, conseguirían la receta exacta que les haría trascender, como a los alquimistas que convertían el plomo en oro. Por de pronto, ya habían convertido la sangre en tinta, las curvas en meandros, los saludos en reverencias sagradas, y un par de relojes en el símbolo...

El símbolo de dos anillas que se entrelazan, de dos conjuntos que se cortan, de unas esposas que se atan a sí mismas, de unas gafas que revientan sus cristales y detrás dos ojos buscándose el uno al otro como dos razas que son bizcas y se aman. Eran las doce o las tres, y al aire le habían salido fístulas o agujeros de gusano, que se veían como brillantina que traía un buen augurio...

Sin darse cuenta de la trascendencia de sus almas, consiguieron evadirse de sus cuerpos y aventurarse en el nuevo paradigma que juntos había creado. Pensamientos, letras, palabras, dedos tecleando, bolígrafos desangrándose en la pureza del papel, iban dando origen a una nueva realidad cargada de fantasía en el mundo que dejaban atrás.

Se aventuraban a experimentar una nueva forma de vida repleta de palabras que formaban frases, frases que formaban párrafos y párrafos que creaban historias. Todo en el lugar más humilde de su alma. Donde todo aquel ritual mágico que había conseguido crear iba transformándose en el libro más hermoso que jamás nadie leyó.

Sumidos en pensamientos sin el sonido de las voces que perturban la ideas consiguieron comenzar con la experiencia más hermosa que cualquier escritor estaba dispuesto a crear bajo la independencia del tiempo parado en la imagen sonriente de dos manecillas del reloj.Pero las alimañas acechaban. Al menor descuido, las veían prestas a saltarles encima para clavarles los dientes y las uñas y contagiarles todas las enfermedades del mundo. ¿Quién podía protegerles? Nadie. Daban saltitos invocando a un dios, pero estaban desamparados. Y muy cansados. Rendidos: no les hubiera importado ser víctimas de una mordedura mortal, y entregarse dulcemente al veneno, fuera lo que fuera lo que hubiere después, incluso si se trataba de lo mismo que había ahora. Tan cansados estaban, casi ya envenenados. Pero, Brida, ¿por qué tenemos miedo y asco de las alimañas? ¿No somos nosotros sacos peludos y malolientes de vísceras y mierda? ¿Por qué no nos damos miedo ni asco y sí que nos lo dan las perezas y las dudas, si son más pequeñitas? Es una contradicción, algo está mal: o deberíamos darnos miedo y asco o deberíamos amar a las perezas y las dudas. Pobres bichos. O bien, lo más sensato, considerarnos a nosotros y a ellas desde la neutralidad, el puro equilibrio. Aunque quizá el miedo y el asco no se deban a las alimañas en sí, sino al hecho de verlas en un sitio inesperado, inusitado. Si las viéramos en el bosque nos parecerían preciosas, moviendo sus ojitos y sus centelleantes bigotes al sol, y dando esos pasos cortos y rapidísimos, que tanto nos aterrorizan sobre la encimera.

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